Relato de las aventuras de dos maduros tirando a viejos por fuera

con capacidad de asombro y curiosidad intactas por dentro

llevados por

Manuelita, viejita y cansada de acarrear toda una casa, pero voluntariosa y tenaz,

don jeep, un noble caballero empolvado, con capelina, e incapaz de fallarte,

y un gomòn que aún busca refugio en las entrañas de Manuelita, por lo que su personalidad todavía no se ha desarrollado del todo…








Manuelita vivía en Marcos Paz

pero un día no dio más

y nadie sabe bien por qué

hacia el sur ella se fue…

un poquito caminando

y otro poquitito a pie”

(Maria Elena Walsh remixada)



Dedicado a

aquellos que, sabiéndonos lejos, consultaban la cartografía. Es agradable saber que a miles de kilómetros alguien seguía nuestro itinerario, acompañándonos a la distancia..

Y a aquellos que, leyendo las peripecias, tomen un mapa y vean por dónde anduvieron estos locos del camino.




Qué se la va a hacer… la geografía me puede.




Andrea Kelc





CAPITULO 1

UN LAARGO PREPARATIVO




(“…y dime cómo, cómo soportar la espera” – Matías Martens)




El viaje tan soñado hacia la Patagonia agreste, extrema, estaba a punto dcumplirse. ¿Estaba? Cuando por fin logramos que nos arreglaran la heladerita de la tortuga de hojalata o rancho móvil o motorhome, como quiera que lo llamaran (pobre bicho mecánico todavía no tenía nombre) quedó claro que no era eso lo único que faltaba.

La lista de arreglos, agregados y otras yerbas era interminable. Y el cálculo de tiempo para hacerlas que hacía mi marido y los mecánicos y el chapista que arreglaba el jeep que iría de arrastre, eran un tanto-totalmente incorrectos por sobreoptimismo. Yo, que se supone soy la pesimista de la familia, calculo siempre un margen grande de error por si algo sale mal de improviso y así y todo, me quedé corta (¡los imprevistos, en estos casos, son siempre tan previsibles!…)

Llegó el día 2 de enero, día en que se suponía nos entregaban el jeep y salíamos. Y pasó. Pasó el 2, el 3, el 4, el 5. Siempre estaría todo listo al día siguiente. Mientras tanto, la tortuga de hojalata iba quedando bonita como Manuelita en París. Finalmente el 6 a la noche llegó el jeep. Yo estaba preparada, todo cargado, limpito y ordenado en el ranchito movible. ¡Pero resultó que el jeep venía con la chapa hecha, pero sin pintar! De modo que allí estaban los hombres de mi familia (a Matías le agarró la desesperación por ayudar al padre cuando vio que los días pasaban y no nos íbamos) decorando el bordó del jeep con un acorde antióxido naranja…camuflaje ideal para los bosques de lengas en otoño.

Bernardo, muy consciente, el 6 de enero consultó con un vecino de Marcos Paz que arrastra una camioneta con el motorhome, y trajo la novedad de que era imprescindible ver el vehículo posterior en movimiento. El buen hombre tiene una lanza torcida mientras que la nuestra es derecha. Después de mucho pensar la mejor manera de suplir la falencia, se compró una camarita para mirar pa atrás a último momento, para lo cual Bernardo tuvo ir hasta Merlo. Y hablando de tecnología, compró también una radio VHF de sopetón. Y sí, mi marido es así.: unos días antes de cada vacación le agarra la furia de las compras “totalmente necesarias”. Y hablando de compras, también fue el feliz adquisidor de un kayac, para colgar sobre el jeep y completar el trencito… y quería también implementar un sistema para poner la canoa sobre el motorhome, no sea que la tortuga estuviese celosa por no llevar su propio sombrero. Me opuse terminantemente. Gracias a Dios, no llevamos la canoa, aunque tengo la vaga sospecha de que no es por mi oposición sino porque no hubo tiempo.

Llegó el día 7 y Ber con sus preparativos de último momento. Pasó el día 7 y llegó el 8. Ahora la ayuda de los jóvenes se había vuelto compulsiva, impulsada por sus ansias de permanecer “cuidando la casa” junto con sus amigos en reuniones asiduas . ¡Qué agradable ver el apoyo de la juventud para la pronta salida de los adultos mayorcitos! Al mediodía la cámara estaba instalada. Pero Manuelita se negaba a guiñar con el “ojo” izquierdo. Para completar la cosa, la tapa de una de las bahuleras se cayó (sí, se le desprendieron las bisagras) cuando se la cerraba definitivamente antes de arrancar… y no me pregunten por qué pero para enderezarla dimos una vueltecita tipo calesita (yo justo estaba sobre Manuelita) por el parque de casa. Digo no me pregunten porque yo tampoco pregunté, los ánimos estaban demasiado caldeados (como el día, que tampoco estaba tan fresquito: hacía unos 38ª de sensación térmica a la sombra).







CAPITULO 2

Y UN LAARGO VIAJE.







(…”¿Adonde fuiste, adonde fuiste, dime mi hijo querido?

A un campamento, puro experimento,

¡O mami eso fue una delicia!…” - canción infantil)







Finalmente, con bisagras nuevas en la bahulera pero sin guiño izquierdo, arrancamos el 8 de enero a las 18 y 20 hs. Si me preguntan, no me parece horario muy adecuado, pero la cosa era irnos o los chicos nos echaban de nuestra propia casa.

Al llegar a Monte, 100 km de casa, Manuelita se entregó a lo inevitable y dejó de lado su protesta: guiñaba lo más bien, tanto a la derecha como a la izquierda. Le dimos duro y parejo hasta pasar Olavaria, donde paramos en un descanso con arboleda de eucaliptos.

El 9 de enero por la mañana, Bernardo me sacudió literalmente la cama al arrancar a Manuelita a las 7.30 de la mañana. Me ofrecí (cuando logré despabilarme café mediante de una corta noche de sueño) a manejar un poco. Me ofrecí, que no se diga lo contrario. Pero Bernardo consideró que manejar tensionada –le tengo miedo al trencito- era para desastre, así que manejó él todo todito el viaje.

Para el mediodía estábamos en Bahía Blanca. Manuelita relucía por dentro pues me dediqué a limpiarla. Lucía también nuevo colgante de fotos de adorno, que confeccioné en el trayecto, todo esto sin olvidar de sacar fotos y sin olvidar de empacar y esconder genialmente todos los alimentos perecederos que me dijeron no permitían pasar hacia el surcuandoya tení las compras hechas (con perfume para ropa esparcido en el envoltorio de papel de diario, para que no fueran detectados por los perros). Llegué justo a tiempo a distribuirlos en diferentes rincones secretos, y subieron a inspeccionar los del control zoofitonosequè. No fue gran cosa lo que hicieron, aunque sí nos cobraron. Volví a guardar las cosas desempacadas nuevamente en la heladera, justo a tiempo para que nos parara una nueva inspección. ¡Ay, Dios, y éste buen hombre era quisquilloso! Buscaba fiambre (al parecer los lácteos, huevos y carnes cocidas tienen pasaporte en orden, aunque no lo informan antes). ¡Costó un montón convencerlo de que el jamón crudo envuelto en papel de almacén era en realidad un queso!

Cuando la adrenalina volvió a su nivel, comenzamos a sentir calor, calor y más calor. Estábamos alcanzando casi el punto de ebullición.

La heladera se portó joya ya que nos proporcionaba litros y litros de agua fría.

En Río Negro, se me ocurrió mitigar el sofocón con baños de esponja. Nos pasábamos agua por la piel del cuello, los brazos, la cara. La exprimíamos sobre la cabeza. Finalmente mojé un repasador y disfracé a Ber de jeque árabe.

Íbamos por la más desolada estepa. Bernardo frenó, como tantas veces, para ir a ver al jeep ya que la camarita funciona bien, menos con sol de frente algo bajo… igual, según me contó después, el sonido de algo raro lo alertó. Pero bajó muy tranqui pidiendo que aprovechara para calentar agua para el mate (y si, mi esposo es así, la cosa daba a lo sumo para tereré pero él lo quería caliente) así que no sospeché nada hasta que vino a informar con voz de nada:




























१.Perdimos una cubierta. Está a 200 metros. Voy a buscarla.






















Apagué la pava porque se caía por el declive de la banquina y fui a ver: el pobre jeep estaba en llanta y la cubierta nuevita, aún sin pagar (cargada en mi tarjeta en lugar de la tv que pensaba comprar), allí, tirada, sobre el asfalto candente…El jeep la había escupido al reventar la cámara. Como podía, Bernardo comenzó a cambiar todo, sacando primero la llanta. Y yo hice lo único que podía: calentar la bendita agua y bajar a cebarle unos mates. En poco tiempo los dos estábamos con las suelas de los zapatos llenas de espinas de abrepuños, que justito crecían en esa banquina. Y los autos pasaban. Y como si esto fuera poco, de golpe cayó un chaparrón.



Matías me había aconsejado ver antes de salir la película “Locas vacaciones sobre ruedas”. Era una escena tan digna de incluir, que me dio risa. Faltaba algo más: la lluvia nos empapó pero era refrescante. Ni bien terminó de caer agua (parece que la nube estaba únicamente sobre nuestras cabezas) un fuerte viento levantó una polvareda (sí, la lluvia nos mojó pero parece que no mojó lo suficiente la tierra) así que la mojadura se convirtió en decorativo barrito.

Ya en la gomería, nos informaron que la temperatura era de 40ª y, ¡ sobre el asfalto, de más de 50! ¡Y no exagero! El chico del undécimo control (léase esconder jamón, sacar jamón de escondite) de alimentos introducidos a la Patagonia nos dijo lo mismo. Como sea, el jeep tuvo su golpe de calor y vomitó la rueda. Pero la vomitó enterita, por suerte, sin que se rompiera nada más que la cámara.

Nuevamente en camino y después de varios mensajes de Arne, que de golpe estaba muy interesado de que llegáramos a Puerto Madryn, a la que le agarró el golpe de calor fue Manuelita. No podíamos ir más que a 60 km por hora, porque recalentaba. Aún cuando comenzó a bajar el sol, no se podía acelerar. Todo lo contrario: al final ya no resistía más de 50 km/h.. Cerca de Sierra Grande, los que no resistimos fuimos nosotros. Con la suerte que nos caracteriza para encontrar lugares apropiados para dormir (en serio, en eso la suerte está de nuestro lado) ubicamos -ya noche cerrada con hermosa luna llena- creo que el único descanso con arbolitos en cientos de km y después de la mejor ducha de mi vida nos metimos a la cama. Bernardo había manejado unas 16 horas; y como yo asumo mi deber de copiloto sentándome a su lado, también me ardían los ojos.

La mañana del 10 de enero amaneció un tanto más fresca y para Madryn no faltaba tanto. Ya lo peor había pasado. Para el mediodía estábamos con Arne que había organizado un asado de salmón hecho por él pero en la casa de Alan en Trelew, Almorzamos unas empanadas en la casita que alquilaban los Martens sanluisinos y luego nos fuimos con Manuelita a una plaza tranquila a bañarnos (no en una fuente sino dentro del baño, dentro de la casa, casualmente estacionada junto al cordòn de una plaza sombreada y solitaria) y dormir una buena siesta, sobre todo yo, ya que la noche anterior, pasada de revoluciones, sólo había dormido 2 horas. Como era de esperar, Bernardo durmió lo más pancho y yo no pegué un ojo.

Hacia la tardecita enfilamos a Trelew. La pasamos muy bien. Alan con sus anécdotas de la vida en las estancias patagónicas (incluidos avistajes de platos voladores y salidas a campo traviesa en citroen en nevadas que tapaban alambrados). Diqui ausente, igual que Marian. Alejandro simpático, interesado en Manuelita. Lorena, tan parecida a Alan…Terminamos a eso de la una de la madrugada.

Nos despedimos y seguimos viaje un trecho para dormir en un descanso de la ruta, esta vez con varios camiones de vecinos, pero ni ellos se enteraron de nuestra llegada tardía ni nosotros los vimos partir… por la mañana amanecimos solitarios.

El 11 de enero el viento jugó a nuestro favor y nos dio un empujoncito en la cola. Gracias a eso, a pesar de detenernos en Comodoro Rivadavia, de dormir la siesta en el Golfo de San Jorge (ya se sabe que yo no duermo, yo me fui a caminar por la playa y a maravillarme con el sonido de las olas sobre las playas de grava: es totalmente diferente a las de arena), alcanzamos altas velocidades de 90 km/h! Como Manuelita no se quejó más, llegamos a San Julián con luz de día, desviándonos en el camino costero como nos había aconsejado Alejandro, para dormir en la playa de La Mina.

El 12 de enero, con más de 2000 km recorridos, consideramos que ya estábamos hechos. Con tranquilidad recorrimos la playa antes de irnos a Comandante Luis Piedra Buena, para aprovisionarnos según una larga lista confeccionada por Bernardo (ahora que lo pienso, ¡eso de las listas era mío, me quitó la exclusividad!). Fue todo genial, menos la pérdida de tiempo tratando de que alguien entendiera la radio que llevamos: ni la policía, ni el hospital, ni la estación de servicio supieron cómo usarla.

La cuestión es que enfilamos para la ruta 288, que en su primer trayecto está en remodelación. Tras apenas un par de km de soledad, sin autos ni señal de teléfono, la ruta se dividía en 3 sectores: a la izquierda, cortado; otro por el centro y luego otro por la derecha con una subida empinadísima. Y si se ven venir despelotes, tienen razón. Tuvimos el tiempo suficiente para una pequeña conversación:




























  1. ¡Por ahí no vayas ni loco!!













  2. Sí, pero me mandan por ahí…















Y ahí se mandó mi maridito, cuesta arriba…y llegamos a la mitad de la cuesta y Manuelita hizo lo que pudo, pero no pudo. Se quedó allí, con el jeep colgando. Como dije, a pocos km de la civilización, ni bien comenzado el ripio.

Eso fue la mayor delicia: no hubo otra que desenganchar al jeep. Pero no nos olvidemos que colgaba cuesta arriba, por lo que no se podía desenganchar la bocha. Fue toda una experiencia. Al final pudimos con los dos bichos de hojalata mediante tacos en el jeep (no tiene freno de mano), marcha atrás de colectivo por centímetros… y luego volver a enganchar ambos fue también todo un tema sobre el que mi espalda presentó severas protestas… (¿Alguien se dio cuenta de que le estoy atribuyendo características humanas a diferentes cosas? Explicación: remanente extraño del stress de la partida o consecuencia de aislamiento total de estos parajes.)

Sigamos con el viaje. ¿Qué? ¿Ya se cansaron? Prueben entonces viajar en serio en manuelitas por 5 días consecutivos como los que lleva el relato. Los siguientes 220 km fueron de ripio, calor, bioma de transición de estepa a desierto, polvareda interior, 500 paradas de Bernardo para ver el jeep de cerca ya que la camarita funciona excelentemente si no tiene sol bajo, pero también registra el polvo. El pobre jeep perdió sus ojos, y antes de que le volara la tapa de los sesos (o sea parabrisas), lo envolvimos con almohadas.

En medio de la nada, Ber decidió dormir la siesta. Gracias a Dios, cuando iba frenando, vi. un cartel de puente angosto y se me prendió la lamparita y le pedí que acercara a Manuelita a la construcción de hormigón…

Sí, ¡adivinaron! Sin haber llegado aún a destino allí me tenían ustedes, tirada bajo un puente sobre un río inexistente del desierto. Si hay quien me pensó cheta alguna vez, tengo la foto que prueba la existencia del lugar y tengo testigos: dos ovejas re curiosas. Claro que no soy tonta: me llevé mi colchoncito. Cualquier cosa menos el horno de Manuelita al sol sin movimiento. Resultó tan bueno (unos 20 grados menos allí abajo), que pasaron 6 autos a los que contaba como ovejitas porque las ovejitas estaba estáticas mirándome y luego… sonó la bocina de Manuelita ¡me había dormido! Hay que probar de todo en la vida. ¡Yo ya probé dormir bajo el puente!

Luego continuó el traqueteo hasta Tres Lagos, con el sol justo en los ojos. Tres Lagos resultó ser más grande de lo que recordábamos. Cargamos combustibles y seguimos la ruta hacia el lago San Martín. Ya muy cansados, no nos pareció nada gracioso que la batería de Manuelita dejara de cargar. Bernardo se bajó a ver si encontraba la falla. Apagó para eso el motor. No encontró la falla y ¡la hojalata no quiso arrancar! Estábamos en medio de una ruta súper angosta, sin luces, sin batería… fue un susto grande.

Nadie sabe por qué, pero Manuelita volvió a arrancar, quizás por la promesa de que en cuanto encontráramos un lugar adecuado pararíamos. Eso hicimos, esta vez al lado de un puente sobre un bonito río (ya lo dije: siempre embocamos el lugar ideal si de pasar la noche se trata). Fue una jornada de puentes.

El 13 de enero me despertaron voces de personas. ¡Imposible en esa soledad! En toda la noche no había pasado ni un auto y ahora había dos al lado de Manuelita. Después creí entender: eran turistas y los turistas son gregarios. Recorrieron las orillas del río mientras desayunábamos. Mucho después supe lo que pasaba, en ese lugar hay un alero con pinturas rupestres que nos perdimos de ver porque nadie pone un mísero cartelito.

Los 80 km que faltaban para el lago los recorrimos con tranquilidad y pleno disfrute del paisaje, por cierto estepario, desolado…y bello.

La idea era parar en una península que le habían dicho a Bernardo en la casa de pesca de Piedra Buena (las casas de pesca son sitios ineludibles de visitar, tanto como los informes turísticos – cada loco con su tema). Pero cuando vimos la subida en súper pendiente que tenía el desvío hacia la misma optamos por seguir y preguntar en la estancia La Federica, donde supuestamente había trabajado Alan. El camino desciende hacia la estancia y es uno de los paisajes más bonitos que he visto.

En La Federica estaban esquilando y el patrón no conocía a Alan. Nos indicó un lugar apropiado para dejar a Manuelita, pero el hombre es parco. Será por eso que supuse que no le caímos bien cuando vi el lugar: era una linda pradera con árboles pero lejos del lago y lejos del arroyo que vadeamos antes de llegar. Con el tiempo se lo agradecí ¡y cómo! El lago San Martín no tiene árboles y pronto entendí que es por el viento casi huracanado que constantemente nos acompañó. Pero la praderita estaba bastante protegida.

Ni bien llegamos almorzamos e inmediatamente Ber fue a desenganchar el jeep para salir y llegar al lago, al menos. Luego intentó encenderlo. ¡Y EL JEEP NO ARRANCÒ! ¡No había forma! En dos ocasiones nos dedicamos a pasearlo tirándolo de una cadena por la praderita, yo capitaneando a Manuelita y Ber atrás en el empacado. ¡Nada! Bernardo se devanó los sesos toda la tarde, hasta que finalmente se tiró a dormir. Yo me puse a mirar una película que resultó excelente. Durante el transcurso de la misma, Ber se levantó a probar de nuevo, limpiando el distribuidor, creo. Al ver nuestra decepción, don jeep aceptó arrancar, para no dejarnos varados y sin lago.

Fue así como el 13 de enero a eso de las 20 hs llegamos a la costa del lago San Martín.





























CAPITULO 3

¡AL FIN EN EL LAGO SAN MARTÌN!















(“Viento, dile a la lluvia” – Nito Mestre)















El lago es precioso, más turquesa que los demás lagos turquesa del sur que conocía. Y ventoso. Muy ventoso. Pero no nos importó. Habíamos llegado. Los únicos turistas del lago, les puedo asegurar. La playita de grava con la bruma del lago levantada por el viento incesante, me pareció encantadora. Sólo estuvimos unos pocos minutos, pero fue suficiente para ese día. El jeep andaba, y eso nos permitiría conocer más al día siguiente. Eso sí, navegar imposible.

El 14 de enero amaneció destemplado y ventoso. No importó. Cargamos el jeep y partimos hacia el norte, hacia el río Fósiles. El camino empinado nos hizo agradecer no haber seguido con Manuelita. Poco a poco el camino se transformó en huella en la que cada tanto había tranqueras por abrir. Trepaba la huella a montañas, mostraba vallecitos con pastos verdes y cada tanto daba una vista al lago turquesa. Las rocas tampoco son de aburrido color uniforme. Tienen manchones de los tonos más variados.

Para llegar al lago por la parte norte, nos desviamos por una huella que le otorga a la anterior categoría de autopista. El viento nos impulsó a seguir viaje.

En un punto la huella desapareció y Bernardo creyó verla aunque para mi era sólo el lecho de un río… un lecho enorme, con piedras enormes a las que el jeep iba saltando diligentemente. Y apareció el río en medio del lecho de piedras. Y acorde con su lecho, también el río era enorme para vadearlo. Cuando estábamos por pegar la vuelta, apareció una pequeña furgoneta del otro lado y de ella bajaron dos simpáticos seres con rastas y se metieron con seguridad a tantear el agua helada. No se olviden del viento gélido (para que se den una idea mi abrigo consistía en 1 remera, 1 polera de lana, 1 rompeviento, 1 campera cuya capucha tapaba mi cabeza previamente tapada con un pañuelo). Y estos jovencitos metidos en el agua, tanteando con las manos el fondo! Cruzaron. Resultó ser una pareja muy simpática, de El Chaltèn que estaban alambrando una estancia al otro lado del río Fósiles. Nos preguntaron si teníamos soga para tirarles el vehículo de ser necesario. Teníamos, así que esperamos a que hicieran la maniobra. Le calzaron una bolsita a no sé qué parte del motor y se mandaron nomás. Y pasaron, justo a tiempo dijeron, porque el río crece a partir del mediodía. Ya a salvo, y con una sonrisa conspiradora, la chica me dijo que quería mostrarme algo en el interior de la combi: ¡llevaban a un bebé dormido, tan pancho!

Pegamos la vuelta casi detrás de ellos, pero nos detuvimos a escalar un cerro que se veía atractivo y cercano. Al rato pasamos nuevamente a la osada familia andariega: esta vez estaban cambiando una goma. (A pesar de las edades simpatizamos mutuamente supongo porque somos tan locos como ellos, sólo que nosotros lo hacemos por gusto).

Pasamos frente a Manuelita y seguimos, sin detenernos, hacia la península Chacabuco, donde habíamos pensado parar en un principio. ¡Menos mal que no fuimos con Manuelita, si hasta a don jeep le costó! Después de varias tranqueras y un trecho más largo que el pensado llegamos, gracias a la indicación de un nene, a “el lago noo, cerca del lago”, o sea, sin acceso vehicular al mismo. Después de almorzar y dormir la siesta Bernardo (sobre una reposera al abrigo de un calafate que paraba un poco el viento) caminamos hasta el lago, pinchándonos con calafates y otros arbustos, haciendo equilibrio sobre las piedras de un lecho de río seco y ¡llenándonos absolutamente de abrojos! Pero valió la pena: la bahía espectacular, el Chaltèn divisándose a lo lejos, un murallón de roca poniendo coto a la playa en un costado. Bernardo se puso a pescar y sacó una trucha y tuvo más piques. Yo me llegué al murallón y simplemente me quedé contemplando. Ambos volvimos contentísimos, corridos por unas nubes amenazantes, que al final no dieron más que unas gotas de lluvia.

Ya “en casa” Bernardo no pudo con su genio y se mandó a pescar a una playa cercana en medio del vendaval mientras yo me entretenía con mi tecnología de punta..

15 de enero: ¡Ay! ¿Se habrán ofendido las nubes cuando dijimos que al final no fue nada? El tema es que diluvió todo el día. Igual salimos a recorrer con don jeep la parte sur del lago. Esta vez la que me pegó un susto fenomenal fue la cámara fotográfica: se volvió loca y se cerraba y abría, justo cuando retrataba al Arroyo del Diablo, que es excepcional. Se calmó cuando le cambié las pilas.

Llegamos a la estancia La Maipú y pegamos la vuelta porque la lluvia era cada vez más copiosa y el viento más fuerte, a tal punto que se volaba la puerta y tuve que hacer los últimos 20 km sosteniendo con 1 mano el plástico que tapaba los bolsos en la parte trasera y que se volaba y, con la otra –brazo por fuera-, la puerta. Al mal tiempo le pusimos buena cara, pero la preocupación era cómo íbamos a salir por la mañana. Provisiones no nos faltaban, pero la idea no era arraigar en la Patagonia… y el campito donde estábamos se iba transformando en un gran charco.

Mientras el viento y la lluvia aullaban afuera, nos dedicamos a mirar una película bien calentitos en la cama con la estufa prendida. Manuelita tiene sus ventajas, y la notebook también..

Aún faltaba un hallazgo: antes de meternos a la cama, Ber se puso a investigar la radio, a ver si nos podíamos comunicar (no le encontró la vuelta) y cuando se cansó de eso, investigó manipulándola –después de 2 años de tener a Manuelita en viajes cortos, claro- la palanca de cambios…y encontró la 1era de fuerza que se suponía no teníamos. Traduciendo: la subida donde nos quedamos y tuvimos que desenganchar el jeep ¡la hubiéramos podido hacer!

El 16 de enero nos levantamos con una sorpresa: todas las montañas circundantes estaban cubiertas de nieve. Era un espectáculo digno de fotografiarse, así que nos mandamos con don jeep hasta el arroyo que debíamos vadear, para ver qué tan crecido estaba (“no es nada”, dijo Bernardo) y ya que estaba, hasta la subida cercana para poder apreciar el paisaje. Luego, estacionamos a don jeep ya listo para el enganche, que esta vez salió a pedir de boca.





























CAPITULO 4

LENTO AVANZAR HACIA EL NORTE















(…”inabarcaable…”)

Los preparativos para fijar todo llevaron su buena hora y después emprendimos viaje, con la primera descubierta, que nos sacó de las cuestas empinadas. Igual Manuelita bufaba en negro, e igual, después lo descubrimos, se le torció un paragolpe al tocar una piedra en el arroyo que vadeamos.

Claro que nunca todo es fácil. Ya al hacer los primeros 50 km notamos cómo calentaba el motor. Entre todas las posibilidades que tiramos, estaba la de que el camino mojado hacía hundir un poco a Manuelita y que por eso le costaba andar y se quejaba; pero también se veía que no cargaba la batería. Finalmente, un semejante ruido nos hizo detener, y vimos que se había comido al caño de la toma de aire. Como se lo había atragantado, Bernardo simplemente se lo quitó y seguimos viaje.

En Tres Lagos, cargamos combustible, soldamos el paragolpe y el enganche de don jeep, cargamos agua, y charlamos con turistas de todas las nacionalidades que paraban a cargar combustible. Cuatro gays estaban fascinados sacando fotos al jeep desde su 4x4; supongo que eran ingleses, la única palabra que les salió en castellano fue “cómodo”. Un galès, así se presentó, por su parte, me contó el itinerario que recorrían con la excursión en unimog-micro desde Buenos Aires Yo me hice la superada para subir y bajar decorosamente a Manuelita y limpiarle los parabrisas, y me di semejante tirón en una pierna… pero las fotos posteriores me lo agradecen.

El de la estación de servicio también nos dio otro dato: el dueño de La Federica casi nunca da permiso de acampar en sus tierras, así que le caímos bien después de todo…

Terminados los trámites en la estación de servicio compramos pan en el pueblo, pero no conseguimos un teléfono, pues la que lo sabe manejar estaba en Río Gallegos. La Patagonia tiene esas cosas.

La ruta 40 es muy bonita y claro, muy ventosa. Después de todo el service, Manuelita igual se negaba a andar a más de 40 km/h, así que pude apreciar los paisajes en detalle. Son inmensos, majestuosos.

El lago Cardiel, al cual entramos con la idea de pescar y cambiar el alternador para seguir después, es muy bonito de lejos, pero de cerca, es imposible llegar a sus orillas arenosas (como 1 km de arena) y ventosísimas. Bernardo lo intentó, pese a mi terror, y finalmente tuvo que pegar la vuelta, donde casi nos encajamos en la arena allí, en medio de la nada nada. ¡Y después dicen que las vacaciones son para desestresarse!

De modo que seguimos viaje hasta llegar al río Chico, donde nos refugiamos del viento en los únicos vegetales que asoman a más de un par de centímetros y le hacen frente al viento: unos sauces a orillas del río, claro, bajo el puente, que compartimos con unos chilenos en nuestras mismas condiciones de viajeros, pero con carpa ellos…

El 17 de enero Bernardo se levantó muy pancho y se puso a pescar en el río, sin suerte. Recién al volver, y mientras tomaba mate, se dispuso a cambiar el bendito alternador, que suponía era lo que hacía que Manuelita anduviese con calores además de no cargar las baterías. Mientras, tomaba mate. Ni cuenta nos dimos que al partir ya eran las 13 hs. Al cruzar el puente junto al cual dormimos, la ruta nos dio una sorpresa: al pasar de la 29 a la 40 nuevamente, era de asfalto recién hechito. Buenísimo, lástima que Manuelita siguió calentando y nosotros seguimos a 50 km/h y sin cargar baterías, que era lo que más me preocupaba…





























CAPITULO 5

UN PARAÌSO VENTOSO















( …” cuando atraviesa el jardín

el viento en monopatín” - María Elena Walsh)

(…”El paraíso es un lugar…Lo que el viento nunca se llevó”… Fito Paez)















Despacito despacito llegamos igual a la intersección con la ruta a Tucu Tucu, entrada que ya habíamos decidido suspender, y, ahicito nomás, la intersección hacia el Parque Perito Moreno.

Lo que al principio dudábamos si eran nubes extrañas en el horizonte lo se fue haciendo patente de que eran montañas absolutamente nevadas. Cuanto más nos acercábamos, más espectaculares se volvían.. ¡Qué maravilla!, diría Paula. Realmente, maravilloso. A Bernardo le preocupaba no ver el humo negro de Manuelita haciendo fuerza y a mi me preocupaba más el hecho de llevar una de las gomas traseras un tanto baja, ya que el ripio era bastante feo. Veníamos zafando bastante de la polvareda interior gracias a que la lluvia había aplacado el polvo exterior, pero el ripio nos estaba sacudiendo mucho y comencé a oler el polvo dentro de Manuelita…

Así llegamos hasta el guardaparque que resultó ser un nene de 18 años llamado Pablo, poseedor de una sonrisa permanente y contagiosa. Era de Colegiales y estaba haciendo una pasantía después de terminar el secundario. Re amable, nos estuvo dando su discurso por una hora. Le tomé cariño. Me contó que recibían alimento fresco sólo 1 vez al mes, así que decidí darle los ingredientes para amasar una pizza. Lo adopté, como sentenció riéndose Bernardo, pero él también le prometió una trucha si pescaba alguna. Menos mal que hicimos buenas migas, porque no más enfilar para retomar viaje al campamento que nos indicó Pablo, (el único al que podía acceder Manuelita, los caminos en el parque son bastante malos), nos dimos cuenta que a Manuelita le colgaba un amortiguador. Pablo y el guardaparque que no es guardaparque pero que hace cosas para el parque (unos trabajos en madera bárbaros) lo solucionaron con unas tuercas de su taller que le iban justo al amortiguador maltrecho y allí nomás se lo arregló Bernardo.

El campamento dista 16 km de subidas y bajadas infernales pero que no fueron problema gracias al nuevo cambio descubierto. Nos esperaba Germàn, el guardaparque oficial: es un casi indiecito, digo chiquito no por la edad (indescifrable) sino por la estatura. Vive solo hace 12 años en ese Rincón (así se llama el lugar donde paramos). Fue muy amable con nosotros y nos ubicó sobre la fosa que hay en el lugar. Y bua, si ya dormí bajo el puente, dormir sobre una fosa no me iba a hacer mella. El tema es que en medio de las laderas de las montañas, el lugar más plano que encontró Germán es una plataforma de cemento con una fosa para arreglar autos. Esto de dormir sobre un agujero no queda pituco, pero si miran las fotos, ni lo van a notar. Es que la fosa está ahí, en medio de la nada, con guanacos que pastan por todos lados y zorros que vienen a chusmear.¿No lo dije? Mucho campamento, pero éramos los únicos, y eso que era temporada alta-alta.

Voy a contar lo maravilloso antes de ir a lo terrorífico. Si bien el campamento queda en medio de la estepa, las montañas circundantes son tan deslumbrantes que uno casi se olvida del viento que no para de soplar. Y luego está la fauna: ñandúes a montones, guanacos ni que hablar (Germàn los espanta porque le comen el pasto de la casa), mulitas que cruzan la “ruta”, zorritos juguetones que casi atropellamos porque ni bolilla le dieron a Manuelita, una lagunita cercana con 5 flamencos que parecen contratados para posar, águilas, cóndores…fascinante.

Paso a lo terrorífico. Mientras Ber desenganchaba a don jeep y le sacaba la capelina que llevamos de adorno, ya que está visto de que elegimos una zona donde reina el viento del oeste, que por algo le llaman permanente, yo me dispuse a barrer el polvo. Nos quedaríamos quietos por varios días y no es cuestión de ser mugrientos… ¿que no es cuestión? El polvo que olí, el humo que Bernardo no veía… estaba dentro de la casa en forma de hollín. Tendría que haber sacado una foto porque no me lo creerán: estaba todo negro de la cocina y baño hacia delante. ¡Y debajo de los almohadones ni les cuento! ¡Y los azulejos del baño, y la parte de madera barnizada que parecía negro mate pintadito parejo! ¡Con razón me veía las manos sucias! ¡Tuve que limpiar con puloil todas las paredes, pisos, cosas que estaban afuera y cosas que estaban adentro… todo! ¿La razón? Perdimos unos 40 cm. de caño de escape por el camino. Demás está decir que no nos movimos el resto de la tarde, de la que no quedaba mucho, aún cuando, milagrosamente, calmó el viento. Quedé dolorida de tanto bombear agua para enjuagar todo y eso que aportaba lágrimas.

Por la noche pasé frío a pesar de la estufa, tuve que sacar la frazada de repuesto que traemos y tapar las ventanas con almohadas. El viento acunaba a Manuelita, a pesar de que Germán opinó a la mañana siguiente de que no había habido tanto… parámetros de Germán.

El 18 de enero, aniversario de noviazgo, no lo festejamos. ¡Es que estábamos convencidos de que era 17! Hasta pusimos champagne a enfriar a la heladera (que no sé para qué la teníamos encendida, con el frío que hacía) así lo tendríamos a punto al día siguiente. Evidentemente, ya estábamos plenamente de vacaciones.

Al levantarme descubrí que no había viento de modo que me hice una pequeña escaladita al cerro de atrás de casa, mientras Bernardo juntaba las cosas para salir. Al volver me dio el informe de la rotura nuestra de cada día: don jeep necesitaba una purgada, porque se le atascaron los frenos. Se la hicimos, pero siguió constipado, ideal para estos caminos.

Partimos hacia el lago Burmeister, donde Pablo nos dijo que había lengas y se podía pescar dentro del parque. Eran 32 km de casa, pero con los caminos que teníamos, nos llevó hora y media por lo menos. Allí hay otro campamento, y este estaba habitado con algunos turistas, agazapados en el bosque en toreritas, porque el paisaje allí es bellísimo, pero el viento es fuertísimo. La guardaparque ya sabía de nuestra llegada, ellos sí se comunican por radio. Y Bernardo le informó que se había olvidado el gato, que al irnos estuvieran atentos por si no llegábamos a destino. A mi no me lo había dicho para no preocuparme…

Nos metimos a una torerita –un refugio contra el viento hecho de troncos- con sillas, a tomar mate para calentarnos el buche antes de enfrentar el ventarrón de la costa donde hay turberas, ya que el frío no permite la descomposición vegetal. Luego, zambulléndonos cada tanto dentro del bosque, recorrimos parte de la costa del lago. No teníamos frío, pero nos volábamos. Es interesante detallar la vestimenta anti frío del lago Burmeister: 2 pares de medias, pantalón de gimnasia y sobre él un pantalón de nylon forrado, polera de lana, pullover de alpaca, camperita rompeviento, campera y sobre ella poncho; para el bocho gorra de lana, sobre ella pañuelo atado por delante y por atrás y encima capucha de la campera. Y anteojos de sol que cortan el viento…Y si alguno mira las fotos y osa decir que estoy gorda, lo mato.

Luego de almorzar en otra torerita, esta con mesa y bancos, Bernardo probó suerte con la pesca pero pronto lo corrió el viento, así que partimos dando aviso al guardaparque. Este era medio trucho, porque no avisó nada…¡ justo!¿Qué nos podía pasar si nos olvidamos el gato? Y sí, nos quedamos en llanta.

Pero antes de eso, a pesar de estar un tanto preocupado, Bernardo se puso a pescar en el río Robles y ¡sacó 2 truchas enormes! Bueno, a mi me parecieron bien grandotas. Y después pinchó la rueda. Y estábamos en medio de la nada. Nada, ni siquiera unas buenas piedras en esa zona. Llevábamos tacos y pala, así que trepó a don jeep a unos tacos y el resto cavó la tierra del medio del camino nomás. Y cambió la rueda… y creen que listo? ¡No! ¡Nada es tan fácil! La rueda de auxilio estaba baja… así que volvimos a unos 3 km/h hasta el puesto de Pablo, que queda a mitad de camino, donde estuvieron un buen rato para prender el grupo electrógeno (que para no pasar desapercibido también se hizo rogar) para encender el compresor para inflar la goma de auxilio para poder llegar a casa para arreglar la goma oficial como corresponde. Y el que quiere celeste, que le cueste.

Ya junto a Manuelita en nuestro Rincón, Bernardo se puso de gomero ciruelo puesto que traíamos todo el equipo de gomero, con parches, pegote, etc, y y,o a mirar por la ventana. Cuando divisé guanacos cercanos, me dispuse a observarlos con los prismáticos. Luego, para ver mejor, bajé. Luego, me acerqué al costado del camino. Y luego más y más. Busqué la dirección del viento para que no me olfatearan, caminé sigilosa. Tan ensimismada estaba que olvidé la máquina fotográfica. Me senté en una praderita cuando algunos me miraron, totalmente quieta. Después de un ratito volvieron a pastar. Los conté: 29. Cuando ya di por terminada la observación, en lugar de volver decidí acercarme más, total si se espantaban yo ya los había mirado lo suficiente. Pues miren qué sorpresa, ¡hay seres a los que no espanto! Ni se mosquearon, hasta que estuve a unos 3 metros. Fue una experiencia genial. Cuando volví, Bernardo ya se había recibido de gomero con honores y la goma con su parche estaba en su lugar.

A pesar de todo el bolonqui, aún tuvimos tiempo para recorrer un camino que va hacia el límite norte del parque y más allá, entre bosques de lengas, hacia la montaña más alta de Santa Cruz. Se venía una tormenta, pero nosotros somos re heavy. Además, Germán nos dijo que el camino estaba muy bueno, que acababa de pasar vialidad a arreglarlo. Bueno, nunca confíen en los parámetros de Germán. Igual que con el viento, sus dichos difieren un tanto de mis apreciaciones. Sobre todo cuando de vadear el segundo de los “arroyos” se trato: le saqué fotos por si quieren desmentirme, pero le juego a cualquiera de que por allí no pasa ni un tanque de guerra con oruga. Eso sí, los paisajes espectaculares. Y mi intuición de encontrar lugares funciona genial: le pedí a Bernardo de parar en una colina y me mandé a trepar ¡y qué mirador al lago Volcán y el río Lácteo que descubrimos allí arriba, a pesar del viento y la lluvia que comenzaba a intentar caer, ya que el viento se la llevaba también!

Al volver. nuestro solitario rincón tenía nuevos habitantes y Manuelita una compañera un tanto más pequeña.

Recién después de cenar trucha y palmitos con salsa golf (en Piedra Buena los palmitos son más baratos que el tomate), bañarnos y meternos a la cama, Bernardo consultó su celular (prendido sin señal alguna como reloj-calendario) y entonces constató que se nos había piantado el aniversario…y un día de vacaciones según mi cuenta y eso que cada tanto escribía este relato con fechas para no perderme.

No se si fue el baño, la estufa o el trago de piña colada, pero esa noche en lugar de frío tuve calor mientras fuera el viento aullaba y Manuelita se mecía como si estuviera navegando en un mar embravecido.

El 19 de enero siguió ventoso y desapacible. Aun no podía acostumbrarme a este ventilador constante y el dolor de cabeza no cedía sino por ratos. Eso no significa que nos quedáramos quietos. Nos mandamos a recorrer lo que faltaba conocer: la península del lago Belgrano. El camino –espantosa huella- recorre montañas sobre las que parece han volcado pintura a baldes. Cuando se divisa el lago uno debiera estar acostumbrado a los colores imposibles, pero así y todo no puede creer que exista un lago tan turquesa, sobre todo porque lo es sólo de un lado del istmo, del otro tiene el color normal de un lago normal. No puede uno dejar de mirar y mirar, hasta que el viento se encarga de cerrarle los ojos.

Realmente, don jeep se portó muy bien en las subidas y bajadas, sobre todo porque llevaba una de las bujías o válvulas (ya no sé, pero una parte del motor), menos. Ah! Y además, y como siempre, le fallaban los frenos. La tensión que el pobre me produce viene con dolores de cabeza, aunque tal vez se deba también a los gases de su caño de escape roto. Como sea, vale la pena bancarse los achaques de don jeep porque sin él no podríamos ver las cosas que vimos.

Con llovizna intermitente recorrimos una pequeña partecita de la península, donde cada rincón era digno de ser admirado, sobre todo con el marco turquesa brillante del lago. Subimos a un peñasco (a riesgo de ser volados por el viento) desde el cual se veía extenderse el lago hacia el fondo, hacia las montañas nevadas. Debajo nuestro una familia de patos se internaba en las aguas, molestos por las voces humanas. Ya en el istmo, en cambio, un guanaco no se molestó para nada por nuestra presencia y se metió frente a nosotros por el lago cortando camino de una bahía.

A pesar de la hermosura del paisaje, no nos quedamos a almorzar, porque el viento barría con todo a su paso. Preferimos buscar refugio entre las rocas de las montañas circundantes, aunque no lo hallamos, de modo que terminamos en una cárcava ya cerca del puesto de guardaparques, para curiosidad de varios guanacos. Allí escuchamos por primera vez el sonido que emite el guanaco cuando charla.

Después de comer (en cárcava pero jamón crudo con palmitos con salsa golf) don jeep debió volver a trepar y mandarse por bajadas hasta la estancia La Oriental, donde también hay una condorera. Mi prejuicio me decía que en la estancia, por dedicarse al turismo, nos iban a ver con malos ojos. Pero no, gente simpática, estaban luchando por poner a funcionar un molino de viento y Bernardo intentó ayudar en la quijotesca tarea. Quijotesca en serio, por el viento constante. Lo que resultó una decepción fue la condorera: había que trepar un sendero empinado, demasiado para el viento, y lo único que se divisaba eran semejantes manchas blancas del guano que esparcen los cóndores a la salida de sus casas, muy cochinos ellos.

En vista del clima, me pareció más interesante ir a tomar un café en la estancia, donde la dueña, una señora ya mayor, nos atendió lujo y se puso a charlar. Tiene una hija en Tierra del Fuego que es profesora de geografía, con la que se comunica por Internet; los inviernos la pasa en San Julián; el papá fue juez de paz; nos hablo de las lengas en la entrada a Tucu Tucu… se habló todo, tanto que casi no atiende a pasajeros que venían a instalarse a la estancia.

Ya de vuelta en casa, el zorro criado en el puesto de Germàn, husmeaba muy orondo cerca de Manuelita, y los guanacos que tanto me llamaban la atención, ahora era cosa común que se acercaran al lugar sin miedo alguno. También charlamos largo rato con los vecinos, intercambiando experiencias: nos indicaron varios lugares de interés, entre ellos cómo llegar al arco del Posadas, las pinturas rupestres de la estancia La María cerca de San Julián, los troncos petrificados detrás del basural de Las Heras, la solución del humificador para el polvo del camino. Ellos no habían traído el cuatriciclo, de modo que andaban caminando para conocer. Lo que a ellos les había llevado la tarde, nosotros lo hicimos en un par de horas: el último recorrido hacia el mirador del lago Volcán, que es, como todo, hermoso y ventoso. Allí bajamos hasta un bosquecito de lengas, muy achaparrado, pero pintoresco. A esa altura, cualquier árbol llamaba la atención.

El 20 de enero partimos. Germán se vino con su cámara digital a retratar a don jeep (“e un lan rove”) y me hizo el mejor regalo que se puedan imaginar: un largo caño herrumbrado de salamandra, que encajó perfecto en el caño de escape roto de Manuelita, para que no nos llenara de hollín. A cambio, le dejamos el pan dulce de mamá, que aún no lo habíamos comido, ya que habíamos pensado dejarle algunas botellas de cerveza pero no toma alcohol.

Manuelita trepó el camino de regreso sin quejarse demasiado, con don jeep colgando. Una ultima parada para visitar un sendero con pinturas rupestres que creo que ni encontramos (salvo el negativo de una mano), pero que lleva un caminito muy bonito hacia un alero, que amplifica el sonido del viento convirtiéndolo en un bramido espectacular. Ya en camino, almorzamos a mitad de trayecto hacia la ruta 40.

Llegados a la ruta, a Manuelita le dio por calentar, tan enojada estaba de que no la retrataran a ella y si a su compañero arrastrado. Me obligó a bombear agua que Bernardo le echaba cada 10 km al radiador para tratar de enfriarla. Nada. Andando a 10, 20 km/h y no bajaba la temperatura. Finalmente, Bernardo le encontró literalmente la vuelta: le dio vuelta a la toma de aire que lleva rota, girándola hacia el viento. Ahí se enfrió de golpe. Pero tal descubrimiento se hizo a pocos km de Bajo Caracoles, el destino de ese día. Habíamos recorrido unos 200 km en todo el día.





























CAPÌTULO 6

TRAS LAS HUELLAS DEL PASADO.















(“…tu pequeña huella no vuelve más”… Ariel Ramírez)















Bajo Caracoles es un caserío dispuesto en exactamente 6 manzanas, y con muchos baldíos. Tiene un surtidor de combustibles con un hotelucho y un bar anexados. Dentro del bar un teléfono público que funciona a monedas. Por suerte tenía las monedas suficientes como para hacer las llamadas a la familia y dar parte de nuestra existencia y enterarme de la de ellos.

Como en todos lados, allí reina el viento con su polvo acoplado. Dormimos al reparo del galpón del dueño de la estación de servicio-hotel-bar-etc, previa visita a la gomería, el otro gran establecimiento de la zona, punto de reunión de todos los autos que transitan la 40, no importa qué tan 4x4 último modelo sean. Nuestro trencito despertaba simpatía en los lugareños, algo a lo que nos fuimos acostumbrando. Todos estuvieron muy solícitos, cuando a los demás no les daban importancia. Y claro, a don jeep le seguían sacando el alma de tanta foto.

El caserío es un centro neurálgico en el cruce de caminos, punto de partida para la Cueva de las Manos. Muchos de los que pernoctamos allí ese día, nos encontramos primero en la gomería, claro, y más tarde en la cueva patrimonio de la humanidad.

El 21 de enero, conocimos finalmente las famosas pinturas rupestres. Los 50 km hasta la cueva los hicimos con don jeep, con o sin frenos, nunca se sabe… Se circula por la estepa en todo su esplendor, mulitas, choiques, guanacos incluidos; ¡hasta alguna ovejita vimos! Luego de varias trepadas, el camino desciende en caracol… y de improviso se ve la garganta del río Pinturas. Y si a alguien se le ocurre decir que la estepa es aburrida, es porque no lo conoce.

No esperaba demasiado de una visita guiada, pero la pasé de maravillas y aprendí un montón. Después de encajarnos un casco sobre la cabeza comenzamos a recorrer pasarelas en grupito de unas 15 personas. Bajo la explicación del guía, las impresiones de manos y pequeños mamarrachitos de animalitos iban adquiriendo vida, nos contaban la historia. Esas manos de gente importante de hace más de 9000 años, que fabricaban las pinturas y sopletes para registrar su paso por el tiempo nos llevaron hacia el pasado. Allí figuran las emboscadas a los guanacos en la cacería, la subsiguiente posible domesticación, con representaciones de guanacas preñadas y las lunas de su preñez, la forma que tenían de alejar las enfermedades apoyando manos pintadas sobre un animal que luego sacrificaban, la cantidad de diestros y zurdos tan similar a la humanidad actual, el único positivo de una mano de 6 dedos (si Ana Bolena hubiera vivido con los pre tehuelches hubiera tenido otro fin, aunque claro, tampoco vivían más de 35 años), el gualicho al que temían, los mapas de senderos representados con huellas de pisadas…

También nos hicimos de amigos del camino, una familia que ya había parado para ofrecer ayuda cuando Manuelita calentaba y que venía haciendo un periplo desde Ushuaia, coincidiendo este trayecto con nosotros, desde la gomería de Bajo Caracoles en adelante hasta el Lago Posadas.

Al terminar la visita, don jeep nos proporcionó el desperfecto del día: tenía una goma en llanta, pero esta vez teníamos gato y el auxilio no se quejó los 50 km hasta Manuelita y la gomería de Bajo Caracoles.





























CAPÌTULO 7

EL LAGO DEL ADRIÁTICO PERDIDO.















(…”you are beautiful, is true”- James Blunt )















Nuevamente aprovisionados, nos mandamos los 72 km hasta Hipólito Irigoyen o Lago Posadas de un tirón, sin inconvenientes. La estepa es aún más bonita, más inmensa si se puede. Las montañas que surgieron cuando nos acercábamos al lago, lucen los colores más locos para una montaña.

En Lago Posadas volvimos a comprar provisiones y consultamos el estado de caminos con Luis Valderey, un eléctrico personaje a cargo de la vialidad. Con sus consejos, encontramos el lugar ideal para dejar a Manuelita a metros del lago Posadas, ya que después el camino se vuelve imposible para ella. El lago Pueyrredòn es para las 4x4.

El viento bamboleó a Manuelita toda la noche, pues la estacionamos de lado, en lugar de hacerlo de cola Eso implicó que me levantara a mitad de la noche con una bruta contractura.

El 22 de enero comenzó mal. El jeep había quedado con contacto puesto desde Bajos Caracoles y se negaba a arrancar. Manuelita tuvo que tirarlo, y de la manera en que estaba colocado, hacerlo marcha atrás. Después colocamos a Manuelita en un lugar un tanto más protegido del viento.

Una vez que tuvimos vehículo para recorrer, la cosa cambió rotundamente. El lago Posadas esconde lugares sorprendentes, y, de ellos, el arco es lo mejor. Una isla en medio del lago con un gran hoyo debajo, forma un arco espectacular. El lago azul turquesa, movido por el viento, rompía oleaje contra las rocas que caen en acantilados entre los cuales hay pequeñas playas, penínsulas, islotes. No conozco la Riviera ni Dalmacia más que por fotos, y aseguro que no tiene nada que envidiarles… más aún, tiene beneficios adicionales: es agreste, despoblado, y con agua dulce. Nos quedamos a almorzar en una península cercana donde Bernardo pescó y durmió la siesta y yo vagué por las rocas blancas. Me encantó, me faltan palabras para describirlo.

Pero no termina allí. El camino continúa y desde un salitral que también tiene su encanto, y uno llega a unas inmensas rocas, que esconden cavernas, pasadizos por los que tuve que meterme (¿cómo no hacerlo? la consigna es ver qué hay dentro ¿no?) y pinturas rupestres en sus aleros. Y éstas, por más que no estén conservadas como las de la cueva de las manos, tienen a su favor que quien las visita tiene que buscarlas, encontrarlas y disfrutarlas totalmente solo.

Luego el camino cruza el istmo que separa ambos lagos, de solo 200 metros por unos 2 km, que es de por sí un espectáculo y una rareza total de la naturaleza. Y el Pueyrredòn es un mar de azul profundo con olas batiendo sobre la playa de grava. Unos km más adelante tuvimos que vadear el río Oro, amarillo totalmente. Al mezclar sus aguas con el lago, cambia la tonalidad del lago en una mancha visible desde lejos, otra rareza.

Al vadear el río Oro por un camino equivocado, don jeep perdió la primera. Esto, sumado a que ya a la mañana había perdido la marcha atrás (hermoso llegar al fondo de un camino y no poder pegar la vuelta más que a campo traviesa y a veces con precipicio al lado), me hizo temblar cuando hicimos la monstruosa subida a la Garganta del río Oro, por lo que el buenazo cedió y dejó entrar a la primera. Allá arriba volvimos a encontrar la familia de viajeros. A la noche, te de tilo, anís y medio calmante me sacaron la nueva contractura, producto también de que don jeep llevaba la puerta flameando al viento que la abría constantemente, por lo que iba sosteniéndola con una soga…

Antes de volver, tomamos unos matecitos a la orilla del Pueyrredón y Bernardo intentó una nueva pesca, a pesar de haber sacado su cuarta trucha en los acantilados del arco. Luego volvimos a casa, porque al parecer, se venía una tormenta.

Y la tormenta llegó nomás.

El 23 de enero el campito sobre el que parábamos, disimulaba muy bien el barro en el que se hundió Bernardo al salir. Tuvimos que sacar a Manuelita de raje, porque si no, no salía.. Todavía no me había despertado del todo y ya estaba literalmente en la calle, bueno, en la banquina. Y allí, en la banquina, desayuné, me di un buen baño, y trabajé en la compu. Atendí también a los viajeros que conocimos en la Cueva de las manos, que pasaban por allí otra vez… (caramba, todas las cosas que uno puede hacer en una banquina, si va adquiriendo alma gitana). Supongo que también cociné, aunque de ello ya no me acuerdo, pero sí recuerdo que salimos a la tarde con don jeep dejando abandonada a Manuelita en la calle nomás.

Bernardo había divisado un camino costero cuando pescaba esa mañana en el lago, así que lo buscamos hasta dar con él. Bueno, no era precisamente un camino, había que emplear mucha imaginación para saber por dónde iba, pues por ratos desaparecía… lo que no deben olvidar es que el jeep andaba sin la marcha atrás, por lo que perderse y no poder pegar la vuelta al borde de acantilados, no es moco de pavo. De todas maneras, don jeep se la bancaba y refunfuñando fuerte (eso por el caño de escape roto, siguiendo el ejemplo de Manuelita) se mandaba a campo traviesa cuando era imposible hacer otra cosa. Así llegamos a unas playitas de piedra muy mononas, dejando al pobre vehiculo sobre el camino, para que Bernardo pescase trepado a una roca y yo sacase fotos… pero quiso el destino que a lo lejos unas personas decidieran desafiar al lago con una canoa. Bernardo los vio, miró la capelina de don jeep, y fue a buscar al pobrecito obligándolo a maniobras inverosímiles para acercarlo a metros de la orilla y sacarle la capelina.

Y así fue como Bernardo estrenó el kayac. El día estaba bastante caluroso, pero una nueva tormenta nos merodeaba. Cuando ya la teníamos encima, rajando, Bernardo salió del agua, atamos el kayac, trepamos con don jeep la tremenda cuesta arriba y abajo hasta Manuelita, enganchamos ambos vehículos y partimos con las primeras gotas. Todo así de rápido, casi sin aliento.

Al menos, aunque por corto tiempo, Bernardo pudo andar en kayac. Parece que Santa Cruz no es para la navegación, el gomón siguió empacadito en la bahulera tal como salió de Marcos Paz, casi lo único que no habíamos podido aprovechar. Posadas nos permitió usar las sillitas con nosotros encima para sostenernos mutuamente, aunque tampoco pudimos usar la mesa de jardín, se hubiera volado.

Resultó que al final, apenas nos alcanzó un chaparrón…aunque puede que en el lago lloviera más. Nuevamente en Lago Posadas, mientras Ber volvía a charlar con Luis el de vialidad sin conseguir la tuerca que le había prometido, yo llamé a casa y a mamá y partimos hacia la temida y ansiada ruta 41, famosa por sus paisajes y por imposible de transitar con cualquier vehículo.











































CAPÌTULO 8

UN COMPILADO DE POSTALES CAMINO AL CIELO.















(“Salgo a caminar por la cintura cósmica del sur”…- no sé, pero la canta Mercedes Sosa)















¿Cómo describir ese camino? Es el más lindo que hice. Los hay muy bellos, pero en esos 160 km uno encuentra todos los paisajes que visitó anteriormente, salvo los marinos. Allí están comprimidos el Valle de la Luna, los Castillos de Pincheira, los Andes centrales, el Cerro de 7 colores, los Penitentes, los menhires o las estatuas de la isla de Pascua, bosques de lengas, un imposible cerro color rosa, calor, lluvia, nieve, truchas que se pescan en sólo 5 minutos, valles dignos de los Alpes pero con otra magnitud, el pico que corona Machu Pichu… y todo mezclado, un paisaje diferente a cada vuelta de las mil vueltas en subidas y bajadas dignas de la peor montaña rusa (¡bendita la primera de fuerza descubierta en este viaje! ¡Sin ella no llegábamos ni a la primer subida!).

Ese día trepamos varias horas hasta que comenzó a oscurecer. Y lo hicimos como hicimos todo el camino, a no más de 10 km por hora. A veces miraba el velocímetro y marcaba 0 y sin rotura de por medio. Bernardo se reía porque yo acompañaba sin darme cuenta, los esfuerzos de Manuelita. A veces me inclinaba hacia delante, empujando hacia la cuesta empinada, otras me torcía hacia un costado, no fuera que nos volcáramos al precipicio en turno. Otras veces me olvidaba de todo y me encaramaba detrás de los asientos por las ventanillas abiertas para lograr una buena toma, y al mirar nuevamente el camino, temblaba por dentro. Cada tanto, parábamos para revisar las gomas, o el enganche. Y yo bajaba raudamente para sacar más fotos.

Dormimos al costado del camino, en un valle de paisajes deslumbrantes dentro de los paisajes deslumbrantes. Estar al costado del camino era lo mismo que estar en medio de la nada, ya que no pasó ni un vehículo. Tampoco vimos ningún puma, que al parecer sí abundan en estos parajes. Lo que sí vimos a lo pavote son liebres, una convención de ellas en cada lugarcito con pasto un poco más verde.

El 24 de enero, a la temprana hora de las nueve y pico de la mañana me despertó el sonido extrañísimo de un auto –bueno, allá son todas camionetas- que pasaba. También hice un descubrimiento: había un chiflete de aire frío que bajaba directamente del bafle del techo sobre mi cabeza; Bernardo lo tapó con espuma y papel y aún así bajaba frío. No le dimos demasiada importancia. Con tranquilidad desayunamos y seguimos viaje. Después de un corto trecho, llegamos al desvío de Paso Roballos, paso fronterizo a sólo 4 km. Estaba señalizado, cosa rara pues los carteles no existen, salvo los de prohibido cazar. Ese punto se suponía el más alto de todo el trayecto. ¡Minga! Pasado el puente aledaño el camino comenzó a subir y subir y subir. El día estaba feo, nublado. Las nubes comenzaron a estar a nuestra altura, luego debajo. Eso no tiene nada de raro, ya lo viví. El tema es que pasabas del valle a la punta de la montaña en un trayecto cortìsimo, con la consecuente subida. Y Manuelita dale que dale, en la primera de fuerza que va a unos 2 km por hora pero va, con el jeep arrastrando, creo que flameando colgado detrás. Y luego están los “puentes” unos caños apenas tapados con tierra tan angostos que alguna goma debía tocar el caño. Pero los pocos vehículos que cruzamos, pasaron igual, algunos los esperamos nosotros, otros nos esperaron, en zonas de camino más ancho. La mayoría iba sacando fotos, sin apuro.

Esperamos encontrar las primeras lengas para almorzar y lo hicimos a orillas de un río. No más tirar la caña, Bernardo sacó una hermosa trucha. Fue tan rápido que no llegué a caminar ni 100 metros. Volvía porque la llovizna que caía se estaba convirtiendo en lluvia, y allá estaba mi marido sonriente, trucha en mano! Ni sacarle una foto decente pude, porque se largó con todo.

Arrancamos y, apenas trepada una nueva “colina” la lluvia cambió y comenzó a nevar. Fue apenas unos minutos de embelezo combinado con miedo por el estado del camino si eso seguía. Unas trepadas más una bajada pronunciada y salió el sol justo para alumbrar el valle más bonito del trayecto. Allí sí había dos autos con gente acampando. Y Manuelita y su compañero no podían dar la vuelta en ese prado, y se venía la tormenta… así que seguimos viaje, pensando parar en un bosque más cerca de Los Antiguos, pero el bosque de lengas terminó cuando aún faltaban más de 40 km para llegar, aunque lo peor del trayecto ya había pasado y sólo quedaba un molesto serrucho.¿Alguien sabe por qué se forma el serrucho? No conozco las causas aunque sí las consecuencias.

¡Que desagradable es volver a la civilización! Lo primero que nos recibió fue una loma de burro, y luego una cantidad de calles con manos y contramanos que nos hicieron deambular como locos buscando diferentes comercios que nos indicaba un planito, pero que cada vez que Bernardo encontraba la dirección, una calle en contramano se le atravesaba. Yo sólo sé de las vueltas que me desconcentraban del furioso intercambio de mensajitos al que me sometí pues con la civilización, además del asfalto, viene la señal del celular, cosa que no tenía desde la salida de Piedra Buena.

Pasamos la noche protegidos del viento por un sauce a la orilla del río, pero dique de tierra y piedras de por medio. Igual el lugar no deja de ser agradable por la arboleda. Pasé la mitad de la noche poniéndome al día con la compu, pues no podía dormir. A la mañana se me prendió la lamparita. Desde que comenzó el viento y el fresco, yo me despertaba todas las mañanas con dolor de cabeza casi insoportable hasta media mañana y contracturas de cuello enormes. Todo este tiempo lo habíamos atribuido a las tensiones del viaje, sobre todo las roturas de elementos varios que se sucedían y que ya formaban parte del paisaje. Yo decía que las estaba tomando con filosofía, pero Bernardo las atribuía a eso de que “te hacès problema por todo. Y qué si no tenemos batería, ni marcha atrás, ni entra la primera…o no sale? De alguna manera vamos a salir o nos quedamos a vivir acá”. También culpábamos al viento. ¡Pues no! ¡Era el chiflete que entraba por el lugar más insospechado: un parlante! ¡Y recuerdo que en Mar del Plata, en el primer viaje con Manuelita, tapábamos el ventiluz con una almohada antes de comprar la estufa, porque yo decía que bajaba frío del techo! ¿Quién iba a pensar que en lugar de sonido por allí entraba aire a raudales? Manuelita es loca…como sus dueños.

Esa noche comimos trucha asada. Pensé en no probarla pero estuvo buenísima y la comí con gusto. ¡Soné! Ya no podría quejarme de tanta pesca.

El 25 de enero (domingo) hicimos una pequeña recorrida por el pueblo, con visita fructífera a Informes Turísticos e infructífera al electricista que trabaja los domingos y no los sábados porque es adventista pero parece que se cambió de religión justo ese día, pues no estaba. De allí recorrimos el viejo muelle que de tan viejo no le queda nada, la playa de Los Antiguos, que es bonita y ventosa, y el parque aledaño, arbolado con pinos y cipreses, pero sin acceso a la península que figura en el mapita, pues estaba alambrado…caminamos un montón contra el viento al cuete. Una decepción…

En general, Los Antiguos no nos gustó. No es que no sea bonito, tiene calles anchas con boulevares repletos de rosas todas florecidas al mejor estiloVilla la Angostura, tiene su playa de arena (la usarán los días sin viento, que son casi nulos) y pegado a ella un incipiente intento de vivero de pinos y cipreses al estilo miramarense pero reducido a su mínima expresión. Los precios, incluso de la nafta son al estilo Carilò, como lo son en Lago Posadas, pero allí sólo llegan caminos de ripio, por lo que es comprensible. Pero lo que molesta es la gente, salvo los lugareños que no tienen problemas, me sentí observada con lástima al bajar yo de mi Manuelita y ellos de sus 4x4…que se queden visitando chacras, es lo único que hay por la zona,

Almorzamos pizza en un local de Antiguos y luego nos fuimos. Manuelita agradeció los pocos km de asfalto corriendo a 90, hasta una parada en el lago Buenos Aires, donde Bernardo tuvo que detenerse a dormir la mona, por la cerveza que tomó. Esta vez no pude bajar a la playa para caminar porque el viento era tan tremendo que a pesar de mis kilos me hubiera llevado…y ustedes me estarían llorando,¿ no?





























CAPÌTULO 9

HACIA EL NORTE EN BUSCA DE LA CALMA (DEL VIENTO Y DE LAS ROTURAS)















(“Who can say where de road goes

Where de days flows,

Only time...” Enya)















Manuelita había superado el camino cordillerano sin nuevas roturas y soportando estoicamente las que sufría. Pero al encarar los tan sólo 136 km de ripio de Perito Moreno, donde no nos detuvimos, a Río Mayo, comenzó a desmembrarse.

La ruta 40 que volvimos a tomar recorre en este trecho una aburrida estepa, subida a una meseta que en un comienzo tiene colinas y luego ni eso: todo es planicie cubierta de pastos duros, que la salpican el terreno con motitas amarillas distribuidas uniformemente. Y viento, el viento que nunca para. ¿Cuándo apagarán el ventilador? Ah, cierto, mejor no, lo enciende el planeta al girar…

No hay más que contar del trayecto. Están asfaltando la ruta por lo que, encima del ripio ya malo, debimos hacer desvío tras desvío, con ripio aún peor. Cruzamos un micro abandonado con la puerta abierta, suponemos que con los pasajeros llevados en otro. Y nos cruzó un camión ya llegando a destino que nos señalaba lo que Bernardo supuso que eran las luces que llevábamos apagadas porque la batería seguía baja como lo estaba desde el San Martín. La heladera dejó de funcionar, y bueno, era zona de fresco. Pero también dejó de funcionar el pedal del embriage, por lo que lo hacía volver Bernardo a mano primero y luego con una soga enlazada (¡finalmente un aporte mío al manejo! Y funcionó bastante bien). El depósito del inodoro quedó sin agua. Se bajó una goma de las duales. Y cuando llegamos nos dimos cuenta el por qué de las señas del camionero: llevábamos una bahulera totalmente abierta, porque se desoldó. Aunque al parecer no perdimos nada, a Ber le colmó la paciencia, justo cuando yo me acostumbraba a las roturas.

A Río Mayo se entra bajando de la meseta. Es increíble lo alto que estábamos en esa planicie interminable. El pueblo se ubica en el valle socavado por el río, al cual se desciende serpenteando de lo lindo. Llegamos y nos pusimos a buscar soluciones para los desperfectos, pero pronto vimos que no íbamos a poder hacerlo esa noche, encima de domingo. El electricista recién llegaba de su otro trabajo como conductor de ambulancia a las 14 hs del día siguiente, por lo que decidimos pasar la noche donde nos indicaron junto al río, pero al buscar a tientas el lugar, pues se hizo de noche y sin batería las luces no encienden, nos encontramos con lo que parecía el final del camino y allí quedamos. Era tranquilo, al menos.

Al despertarnos el 26 de enero, nos percatamos que estábamos a pocos metros del camino que seguía y bordeaba nomás el río. Pero a todo esto Bernardo ya había desenganchado a don jeep. Mejor, así por una vez pude manejarlo, al menos por el pueblo siguiendo a Manuelita. Fue un día de los que se puede llamar perdido, pero la pasé bien. Es que el pueblo es amable. La gente sonríe, es cortés, no le salen gusanos por la nariz.

La mañana estuvimos con el tema soldadura de puerta de bahulera, y cargando agua al tanque principal, porque el del inodoro tenía un caño roto. El agua nos la dieron en el taller mismo, con toda buena onda. Todos son solícitos, todos hacen chistes, te tratan con alegría desbordante. Hubo quien se acercó a ver si necesitábamos algo, después no trajo la bendita engrasadora (para ver de arreglar el embriage), pero quizá ni entendió que sí la pedíamos. Después de almorzar lo esperamos al electricista, que llegó puntual a las 14 hs, sólo que se fue a dormir la siesta. Pero el del taller de al lado prestó la engrasadora (que al final no hubo cómo meterla). Cuando amaneció el electricista, después de un rato me invitó a que pasara al fondo del taller donde su mujer freía palanganas enteras de tortas fritas que me convidaron. La nafta es aquí más barata. El gomero hizo rápido el trabajo y nos dio al agua para el tanque del inodoro, que al final pudo arreglar Bernardo. Salimos a comprar con el jeep y el chico que nos atendió nos indicó la salida a la ruta. Buscamos un lugar perfecto a la orilla del río y allí nos instalamos, porque con todos los quehaceres se había hecho tarde y decidimos pasar otra noche en el lugar. Finalmente, en el lugar más insospechado, estábamos en un prado verde, arbolado, a la orilla del río y tan sin viento que pudimos sacar las sillitas y la mesa de plástico sin temor a voladuras, mientras se asaban las hamburguesas.

Aprovechamos la señal porque no sabíamos cuándo se volvería a repetir y nos fuimos a dormir bañaditos y contentos…

La mañana del 27 de enero el trencito estuvo listo para partir en un santiamén. Después de trepar la cuesta que nos llevaba nuevamente a la meseta, encaramos con decisión el ripio. A los pocos km, cuando ya la señal se había ido, sobrevino la rotura del día, bueno, la primera. Un ruido, a mirar debajo de Manuelita y encontrar el tanque de la ducha caído sobre el cardan. Y nuevamente teníamos a Bernardo en las fauces de Manuelita. La cosa se solucionó con un par de tornillos y a seguir.

Pasando Pastos Blancos (que no es más que un par de casas contra uno de los escalones de la meseta y una pradera de merilothus al abrigo del viento) y una nueva trepada a una nueva planicie, íbamos esquivando mulitas, hasta que al final decidimos parar y fotografiar de cerca de una. ¡Pobre bicho! Se vio acorralada (era hembrita) y se quedó quietita. Tan quietita que pudimos tocarla y Bernardo la alzó. Del susto que tenía el animalito se hizo caca, mostrando patente de lo es que es estar c.. de miedo. Había pensado en cazar una más grande y de alguna manera llevarle el caparazón a Matías para que se fabrique un charango, pero esos ojitos suplicantes me hicieron cambiar de opinión. Ya llevábamos un caparazón viejito, e inservible como recuerdo. La idea era, de ahora en más comprar o intercambiar alguno sin bicho, pues ni que hablar de matar a ninguno.















CAPÍTULO 10

VACACIONES DE LAS VACACIONES.















( “…no es lo mismo que vivir

honrar la vida.” - Eladia Blázquez)















Después del desvío hacia el lago comenzó el ripio asqueroso. Manuelita podría haber corrido un poco más, pero esta vez se lo impedía el camino. Por dentro, nos íbamos llenando de una polvareda infernal, y, con lo despacito que andábamos, un poco más adentro, dentro de las panzas, nuestros estómagos comenzaron a aullar. Encima, a Bernardo se le había metido la loca idea de que iba a encontrar un amonite viéndolo desde Manuelita en marcha, por lo que paraba a revisar. La conversación era más o menos así en esas ocasiones:

-¿Qué pasó? ¿Por qué paramos?¿Qué se rompió?

-No, nada, es que vi una roca.

Compréndase que todo el camino corre entre un sinfín de rocas.

Finalmente apareció ante nosotros la vista del río Senguer con toda su majestuosidad y, tipo 16 hs, nos detuvimos a almorzar. Como estábamos hartos de comidas frías, cociné y todo.

Después de una siestita de Bernardo en la que me dediqué a aburrirme porque para sacar la compu estaba todo demasiado polvoriento, Bernardo se dedicó a “tirar la caña” y yo no hice otra cosa que la que hago habitualmente en esos casos: recorrer el lugar. Lo que pasa es que se me dio por cruzar una de las bifurcaciones del río. Como necesito agarrarme de algo al hacer equilibrio, me fui a unos metros y lo hice por donde el río se mete en un bosquecito, donde al menos las ramas me daban sensación de poder tomarme de algo al pisar las piedras. El bosquecito era bastante cerrado, aún así logré salir airosa al claro y sacar unas estupendas fotos. Ya de vuelta, a pesar de haber dejado señales, erré el camino y anduve deambulando por la maraña, con hermosos llao llao a la vista, así que decidí cargar con 2, uno pequeño y otro en semejante tronco. Con ellos a cuestas, la máquina bamboleando, crucé el arroyo, y, para que no se atascara la máquina en el tronco, me la puse al hombro, tipo cartera. Llegué un ratito antes que Bernardo.

Partimos. A los pocos km una nueva vista bonita me hizo buscar la máquina fotográfica. ¡¡NO ESTABA EN EL ESTUCHE!!

Bernardo no lo podía creer, insistía en que la busque en Manuelita. Pero yo sabía que debía haberse caído en la maraña. No quedaba otra que desenganchar a don jeep.

Desenganchamos. El jeep no arrancaba. Cuando ya Bernardo se daba por vencido, un “probá de vuelta si querés, no va a arrancar” y don jeep se apiadó de mi llanto y ¡andó!. Claro que en realidad él no quería ir, por lo que se atascó en la arena del borde del camino, frente a semejante piedra. Y después se paró. Y después no le andaba el burro, por lo que Bernardo le tiró una piedrita (voy aprendiendo un montón de mecánica elemental: frente a un desperfecto, lo primero que debe hacerse es agarrar al vehiculo a palazos; si éstos fallan, o son imposibles de acceder, los piedrazos también valen). Y después don jeep arrancó pero, como no tiene marcha atrás dado que no es gay aunque se la pasa empolvándose todo, tuvimos que empujarlo hacia el camino. Arrancamos, y a desandar el camino.

Llegamos al bosquecito. Si me había perdido antes, mas bien que tampoco recordaba por dónde había andado reptando. Pero no pensaba volverme sin mi maquina. Así que allí nos tenían a los dos, recorriendo todos los “senderos”, pasos casi imposibles entre la maraña verde. Reconocí algunos lugares, me equivoqué varias veces, y finalmente, Bernardo, que iba delante, encontró la máquina de mis amores. Volvimos al jeep. Esta vez tenía la goma baja del lado del acompañante. Así que el acompañante (yo) fue tirado hacia el conductor, abriendo a cada rato la puerta para asomar la cabeza y ver si la goma bajaba más. La aventura es la aventura.

Y todo tiene su lado bueno: cuando estábamos volviendo a enganchar los vehículos, pasaron unos gendarmes y luego un palangana de la dirección de pesca, que en realidad quería charlar. Pero nos dio los datos que necesitábamos: el lugar donde acampar, la montaña con caracoles viejos (le describí los amonites:”ésos, ésos”), una mina abandonada del siglo pasado, cómo cruzar el río que une el lago Fontana con el lago La Plata. Lo de palangana es porque iba disfrazado de milico condecorado y no hacía más que consultar el GPS. Pero resultó simpático. Si no fuera por él, si no fuera por la pérdida de la máquina dicho sea de paso, no hubiéramos encontrado el lugarcito que encontramos. Precioso. Para quedarse.

Con la idea de quedarnos, nos metimos entre unas lengas (hubo que serruchar unas ramas para que entrase Manuelita), nivelamos al motorhome perfectamente haciéndolo subir a unos troncos, y limpiamos todo. Saqué la mugre, a pesar de que ya me dolía la espalda, pero es una maravilla cuando todo se siente limpio y se sabe que quedará así por unos cuantos días! Así comenzaron mis vacaciones de las vacaciones: estaba cansadísima de deambular por la Patagonia, pero no quedaba otra, ya que en todos lados nos corría el viento.

El 28 de enero nos levantamos con la satisfacción de estar en un paraíso privado, pues no había más turistas en el lago, sólo vimos a 3 pescadores que se fueron al promediar la mañana. Recién para el desayuno bajé los metros que nos separaban del lago, café en mano, máquina recuperada en otra. Espectacular. Cuando vino Bernardo, recorrimos la península que teníamos cerca, él caña en mano. Desde allá arrastramos un tronco que sería la próxima tabla de lavar. Porque acto seguido lavamos ropa después de 20 días. Con el marco de fondo que tenía, no me importó ser una lavandera de las de antes, y la limpieza estaba ahora completa.

Después de comer y dormir, a Bernardo le picó el mosquito del gomón. Se había levantado bastante viento, pero él dale que dale, sólo “para tenerlo listo”. Cuando bajé de Manuelita para ayudar a sacarlo, el bote ya estaba cargado en don jeep, ¡y lo único que quería mi marido era que sacara una foto de su proeza! Ya en la playa, lo armamos entre los dos en un periquete. Una vez armado, como era de esperarse, Bernardo quería salir a toda costa…aunque no tan por la costa. Siempre tengo ganas de dar vueltas, pero la verdad, no me gustaba la idea de esas olas. Igual fui, después de dejar a Manuelita lo más presentable posible, así, si nos ahogábamos, nadie criticaría por el despelote a los difuntos.

El gomón arrancó lo más bien. Costó un poco sacarle las ruedas, pero salimos bien, cruzando la bahía en la que estamos, en contra del viento…y de las olas. No sé si sabrán, mi esposo maneja el bote (como todo), por lo tanto va detrás. La que va en la proa soy yo. Llevaba un pañuelo en la cabeza, pues con este viaje al viento me volví una Mariquita. Y anteojos de sol (que también paran el viento) ¡La única joda es que los anteojos no vienen con limpiaparabrisas!

Bueno, un poco de mojadura no es nada, e igual me las ingenié para sacar la máquina del bolso y tomar unas fotos, para no perder la costumbre. La macana es que mi esposo tampoco pierde la costumbre de pensar en la pesca ni por un instante, y paró el bote y tiró el ancla y sacó la caña… y no sé si llegó a hacer dos tiros ( Dije bien tiros, porque pesca con cucharita, no con pistola, se dice así, inorantes). De golpe nos percatamos que el bote se iba. Bernardo sacó el ancla para volver a tirarla. Y sólo trajo la cuerda mojada. Chau ancla, y de ancla, no tenemos repuesto. Eso no es todo: el gomón había pasado mucho tiempo en las entrañas de Manuelita y cerca del enganchado don jeep. Aprendió de sus mañas: no quiso arrancar. Y derivaba a su antojo. Y Bernardo le daba y le daba a la cuerda. Y nada, che. Ahora que lo pienso, debería haberme asustado, o enojado como Ber por la pérdida del ancla, pero no. Las roturas ya me tienen sin cuidado, este viaje me ha vuelto insensible. Conclusión, allá estábamos en medio de un lago al que no va ni un alma, mi pobre esposo cabeza dura, remando entre las olas hacia la orilla. Jamás lo va a reconocer, pero creo que el que se pegó el cagazo fue él, porque íbamos tan rápido como con motor, fíjense. Ya cerca de la orilla, el gomón sintió vergüenza de la velocidad y, a una nueva prueba, arrancó. No fue larga la vueltita, después de todo. Pero al menos ya habíamos sacado al bote de la bahulera.

Llegados a casa, Bernardo se dedicó a la limpieza: lavó a don jeep y luego se fue a bañar (champú incluido) al lago. Está pirado, pobre, hacía un frío terrible. Después vino, ya tipo 20 hs, se vistió como para ir al polo… y se fue a pescar. Yo hice de las mías también: recorrí los bosques cercanos llenándome de abrojos y buscando un llao llao apropiado y, al no encontrarlo, junté asters y otras florcitas para adornar la mesa, ya que este año el florero no tendría amancay.

El 29 de enero vinieron nuevamente los 3 hombres de la mañana anterior. Me empeciné en ir a preguntarles cómo encontrar los amonites. Resultó que enganchamos justo a un viejo que colecciona hace años restos fósiles. Vive en Comodoro Rivadavia y, si vamos por allí, me prometió regalarme algunos. Tengo su dirección, será en otro viaje, pues el camino de vuelta no pasaría por Comodoro.

Al promediar la mañana nos mandamos a la playa que queda justo debajo del monte donde dicen que se encuentran estos caracolitos que corrieron la misma suerte que los dinosaurios… se supone que en la playa también los encontraría. Y encontré, aunque pedacitos. El lugar es muy lindo y en otras épocas debe haber pasado un cataclismo espectacular. Los pedazos de amonites están no en rocas sedimentarias sino en lava. Busqué sobre todo entre las rocas arrastradas por un río que debe traer mucha agua en el deshielo pero que ahora sólo traía un pequeño arroyo. Entre las rocas, hay extrañas piedras que se parecen a geodas que no llegaron a cristalizar del todo y algo que se desarma ni bien uno lo toca y que se parece mucho al carbón (mineral, claro, pero yo no lo conozco). La recorrida fue cansadora mucho pero muy interesante. Bernardo me acompañó al principio, cuando encontré la primera de las impresiones de amonite y la más completa, y luego se fue a pescar, sacando una nueva trucha.

¡Me voy a convertir en sirena de tanto comer pescado! Y digo sirena porque supongo que las sirenas comen pescado, y sé muy bien que las ballenas no. Nuevamente comimos truchas asadas, ya que a la tardecita sacó 2 más. Son rosadas por dentro, bien salmón…y exquisitas.

El 30 de enero amaneció ventoso. Nos levantamos y desayunamos muy tarde. Era imposible salir a navegar con el gomòn, así que después de alguna indecisión y mucho preparativo salimos hacia el final del recorrido de la “ruta”, tal como lo indica el mapa. Se habían hecho las 12 cuando don jeep salió al camino.

Después de pasar por las cornisas que llevan a El Blanco (donde encontramos los amonites) seguimos camino al Ciervo Rojo, la hostería relevada en el mapa actualizado que tenemos. Los paisajes eran tan lindos como siempre, pero la hostería es una ruina y sus tan promocionadas cabañas un desastre. Nos encontramos con los dueños supongo, que estaban arreglando una camioneta vieja. En una cabaña vi estacionada una 4x4, señal de otros turistas en el lago. Bernardo preguntó por el camino hacia el lago La Plata, huella no relevada pero que figura en el mapa. Volvió, sin haber preguntado por la mina, el otro punto de interés para mi.

Encaramos la huella. Ni bien la comenzamos a transitar, ya perdía su nombre, pudiéndosela calificar como desparramo imposible de piedras bochas. Pero don jeep las pasó diligentemente y luego la huella volvió a aparecer, incluso con señales de paso de camiones. La seguimos, internándonos en un bosque de lengas altas, tupidas, con un sinfín de troncos caídos. Una belleza, finalmente verde por doquier…

Pero la huella comenzó a bifurcarse una y otra vez. Llegamos a un puesto de leñeros, deshabitado pero con tractor, fiambrera armada en un árbol, catre fuera de un refugio-tapera. Consideramos que íbamos bien. Apareció un arroyo en el camino. Como era bastante grande, Bernardo lo fue a ver y a tantear su profundidad ya que llevaba puestas las botas de goma. Volvió y mandó a don jeep despacito al agua. Ya casi había cruzado cuando las ruedas traseras comenzaron a patinar sobre las piedras, yéndose de lado y enterrándose en la arena de la empinada orilla a la que debía trepar. Y se quedó ahí colgado. Ya dije que estoy insensible a desperfectos, así que me dediqué a sacar fotos de la situación, fotos en las que no sale la distancia de todo ser humano a la que estábamos. Pero estaba convencida de que saldríamos, don jeep siempre sale. Al trascurrir los minutos, era evidente que los solos esfuerzos de nuestro caballero andante no serian suficientes, así que comenzamos a ponerle piedras de apoyo. Con ellas avanzaba de a 10 cm. en cada intento (y hay que agradecer que esta vez no embromaron ni las bujías ni el burro ni la primera que a veces no entra). Cuando la goma comenzó a teñir de negro los soportes de piedra, Ber hizo uso de la pala para marcar el camino de las ruedas delanteras, alivianando un poco la subida… finalmente logramos salir del embrollo de arena y piedras sueltas en el que nos habíamos metido. Nos llevó más de media hora. Lo encantador del caso es que a pocos minutos de reiniciado el camino, este simplemente desapareció. Las pilas de leña caída, los tronquitos sobre la huella, no evidenciaban que los leñadores usaban el camino para ir a buscar leña, sino que evidenciaban que era un camino de y solo para leñadores. Y allí estaba don jeep frente a varios árboles gigantes, al final de la huella y sin marcha atrás. Y allí estábamos los abuelitos en el bosque, empujando al móvil.

Y desandamos el camino. Y cruzamos el arroyo de piedras sueltas a todo lo que da para que don jeep volara sobre sus aguas. Y pasamos por las piedras bochas. Y llegamos nuevamente al Ciervo Rojo. Y los señores que arreglaban la camioneta seguían con su labor. Y esta vez me baje yo también a preguntar. Y nos dibujaron un esquema en la tierra, indicando la bifurcación que habíamos errado. Y nuevamente nos olvidamos de preguntar por la mina…

Y, volviendo a pasar por las piedras bochas, encontramos el camino indicado, que corre en medio del bosque de lengas. ¡Qué maravilla! ¡Qué vergel! ¡Qué apacible lugar, donde el viento sólo mece las copas allá arriba, sin tocar las profundidades por las que andábamos! ¡Qué majestuosidad! ¡Qué virgen todo, ni una huella de vehiculo! ¡Cuántos troncos caídos sobre la huella con desvíos alternativos para sortearlos! ¡Cuánta paz sombreada!! ESO: ¿Cuánta más? Llevábamos dos horas en medio de la espesura, sin ver un alma. Gracias a Dios, porque por esa huellita, aparte de don jeep, que por ratos se encogía para pasar entre los árboles, no hubiera podido caber ni tan siquiera otra alma. No lo sabíamos, pero estábamos recién a mitad de camino, cuando después de pasar un puente hecho de malla de hierro con troncos incrustados en los agujeros (no dije ni mu, nada me asusta, ja,ja), la huella se ampliaba, recién hechita por una maquina niveladora.

Ah…¿piensan que después todo fue fácil? Éramos los primeros en pasar después de la maquina. ¿Qué cómo lo sabíamos? ¡Hasta un chicato como nosotros hubiera visto cualquier huella en los 30-40 cm de polvo dejado por la máquina, salpicado de piedras y raíces removidas! Y don jeep dale que dale internándose en ese colchoncito blando, subiendo y bajando entre el bosque de lengas, tan altas y majestuosas. Hay que hacer notar los beneficios de ese trecho: cesó el traqueteo. Y pasar por alto las consecuencias: casi nos ahoga el polvo. De hecho, a don jeep comenzó a chillarle una rueda, yo creo que se intoxicó. Tragando tierra, parando cada tanto para darle el palazo de mecánica básica a la rueda para desintoxicarla, continuamos camino, pues los dos nos emperramos en llegar a destino, después de todo lo pasado. Pero el bosque seguía y seguía. Cuando casi nos dábamos por vencidos, cuando en medio de uno de los pocos claros que pasamos, apareció una cancha de fútbol. Aja, aún estábamos en Argentina. Continuamos otro trechito, cuando de golpe el bosque cerrado con su huella de polvo dio paso a un inmenso descampado de ripio finito y parejo.




























  1. ¡Eh! Acá comienza la autopista- dijo Bernardo.













  2. Auto no. Pista. Pista de aterrizaje- corregí, mirando al hangar al final de la misma.















Estábamos en medio de una pista de aterrizaje, a la que cruzamos sin mayores inconvenientes, como podría haber sido, por ejemplo, que un avión nos aterrizara encima. No se a ustedes, a mi no me hubiera sorprendido nada ya a esas alturas de la aventura. Todo era loco, fantástico, inimaginable.

Genial. Buenísimo.

Por partida doble.

En algún lugar de ese camino imposible había perdido el lastre de mis preocupaciones. Tal vez se debió al traqueteo, los saltos dados por el jeep, pero se me cayó la pesada mochila de problemas que cargo hace años. En algún momento del trayecto comencé a sentirme liviana de preocupaciones. Los problemas familiares estaban lejos en la distancia y como extraña teoría de la relatividad, mi personalidad toda volvió en el tiempo, hacia los días en que me sentía totalmente feliz y satisfecha con la vida. El polvo, el cansancio, los desperfectos, hasta los ocasionales refunfuños de Bernardo, todo me resultaba divertido, digno de risa.

Una vueltita más, ya por ripio, y el lago La Plata se extendió frente a nosotros. Se me acabaron los calificativos. Sólo puedo decir que aún si el trayecto hubiera sido un sacrificio en lugar de una aventura, hubiera valido la pena.

El lago no es muy ancho, y recorrimos el estrecho que lo separa del Fontana en pocos minutos hasta llegar al río Unión. Y del otro lado del río se halla el complejo turístico Pueblo Blondo, un lugar de ensueño, como reza su promoción.

Esta vez la propaganda es totalmente fiel a la verdad. ¡Guaau! ¡Así viven los ricos! Y lo digo con asombro, con chusmerío si se quiere, no con envidia.

El río Unión supuestamente se puede cruzar vadeándolo, pero es inmenso y nuestro pobre y polvoriento don jeep ya había tenido suficientes vados. Lo dejamos en la orilla y nosotros cruzamos un puente peatonal, que solo soporta un caballo o un cuatriciclo por vez. Íbamos sacudiéndonos, levantando nubes de polvo de nuestras ropas, pasándonos, infructuosamente, pañuelos por la cara. Y mirando. Y admirando, por una vez, el paisaje que puede construir el hombre cuando está provisto de buen gusto. Sacamos fotos al río, al puentecito, a una barcaza antigua de metal suspendida sobre un acantilado, al parque de césped cortadito, con entrada de arco con un llao llao gigante encima, a los carruajes antiguos en perfectas condiciones esparcidos por el parque, a las mesas y juegos armados con ruedas de carro perfectamente barnizaditas… a las pitucas cabañas. Después consideramos que ya se habían acostumbrado a nuestra presencia, que no los asustaría el aspecto de hombres-polvo, y nos fuimos a tomar algo al bar. Nos atendió un muchacho que no se asustó nada, sino que se quedó charlando con nosotros todo el tiempo. Le pedí de sacar fotos al lugar, supongo que a Paulinka le van a encantar, y también a Matías, porque incluyen una mesa de billar hecha con madera de lenga, como todo. La decoración es en estilo campestre según la imaginan los ricos. Un baúl que perteneció a Mariano Rosas, sillones de cuero blanco mezclados con sillas con piel de oveja curtida encima, brutas mesas ratoneras, ventanales con velas y adornos de cobre, flores secas, cornamentas de huemul, banquetas hechas con asientos de tractor, máquinas antiguas, bronce, madera exquisitamente tallada, y tecnología de punta: teléfono satelital, Internet, direct tv en pantalla gigante. Todo junto, todo armonioso.

Nos enteramos de cómo habían traído todas esas preciosidades desde Comodoro Rivadavia, que existe un hotel 5 estrellas hacia la mitad del lago La Plata al que únicamente se accede con barco, que los clientes utilizan la pista de aterrizaje y el semejante semirígido que tenían fuera del agua, que se hacen cabalgatas y paseos en cuatriciclo por el bosque, que las cornamentas de huemul se encuentran tiradas en el bosque, que en invierno todo queda cubierto de nieve, que en realidad se podía cruzar el vado con el jeep, que el camino del lado norte está en buenas condiciones… y que la mina que andaba buscando está detrás del Ciervo Rojo (y que era de oro, zinc y creo que cobre).

Se nos hacía tarde, de modo que nos despedimos, cruzamos el puentecito, y nos mandamos con don jeep hacia una orillita del lago La Plata donde terminamos almorzando a las 17 hs.

Con camino ya conocido, el viaje de vuelta se hizo un poco más rápido, también porque aceleramos más, lo cuál implicó un incremento de polvo si eso era posible. Cuando nos acercábamos al puentecito después del cuál la huella se enangostaba y volvía más salvaje pero menos polvorienta, sentí que mi nariz ya no podía respirar pues se le había tapado el conducto. Le pedí a Bernardo parar en el arroyo para limpiarla, pero él entendió sonarla y paró un poco más adelante, en el bosque. Allí nos miramos y no pudimos evitar la carcajada. Éramos dos estatuas grises. Muertos de risa nos llegamos al arroyo para limpiarnos las caras, sacudirnos lo más posible, y, de paso, buscar algún amonite perdido. Así encontró Bernardo una piedra con una impresión extraña, que considero una hojas, ojalà lo sea, espero que Guillermo no me decepcione.

Ya vueltos al jeep, yo iba quejándome de no ver ningún llao llao que valiera la pena en tanto tronco caído, cuando casi tropiezo con uno. A pesar de que Bernardo insistía que estaba podrido, lo serruchó un poco para acomodarlo en don jeep y partimos. Pero a los pocos metros Bernardo vio un llao llao interesante y paró. Resultó que tenía otro casi al lado y ambos eran enormes. Pensando en cuál llevar, nos quedamos con los dos. Y fue así como mi esposo dio su muestra de amor serruchando y cargando con los nudos hasta don jeep y luego atándolos en el paragolpe porque no entraban en la parte trasera. ¡Una decoración maravillosa para el traserito empolvado de nuestro cochecito!

Bien cargados, despacito, llegamos al Ciervo Rojo. Parece que los turistas se fueron y que los dueños habían logrado componer su camioneta, la cuestión es que no había nadie. Recorrimos todo pero el único que nos respondió fue un perro al que escuchamos ladrar pero ni vimos. ¿Y la mina? Como cada uno de nosotros estaba investigando por su cuenta, yo me mandé por el único camino que encontré y que aún no habíamos transitado, que estaba muy bueno y que para mi era ése. Lo llamé a Bernardo y él respondió y todo, aunque no oí qué decía. Di por sentado que ya venia, así que empecé a caminar, apartando alguna piedra del camino. Todo era silencio cortadito apenas por el crujir de algún árbol mecido por el viento muy por arriba de mi cabeza. El sol apenas se colaba por entre las ramas. Paz y quietud. ¡Un momento! Yo caminaba embelezada y caminaba… ¿y mi marido dónde se metió? Paré y comencé a llamarlo, mientras estudiaba con atención unas hermosas huellitas, que consideré de zorro y no de puma, porque no hay pumas en el bosque, no? (Pues parece que sí los hay, y jabalíes y a mi me hubiera encantado verlos) Pero sólo escuché la voz de mi marido, bastante parecida a un león después de todo y no precisamente por ronroneo. El loco venía detrás de mí y sin el jeep. Al final, a la distancia, lo convencí de que fuese a buscar el vehículo y ascender con él. Cuando llegó apenas faltaba un trechito para la mina, y los últimos metros se hacen a pie. Bernardo iba refunfuñando todavía algo acerca de las propiedades privadas, no sé, porque me dediqué a empujarlo por detrás simulando la tracción trasera y tirarlo por delante simulando tracción delantera, hasta que tuvo que reírse. Y bueno, él no entiende qué atractivo puede tener un agujero negro en la montaña. A mi me hubiera encantado entrar más y llevábamos linternas para ello, pero el piso estaba inundado, de manera que, al final, Bernardo se metió un poco más que yo, que estaba sin las botas de goma. Del techo caía un polvito extraño que semejaba, en mi imaginación, a nieve. No tiene nada de especial, lo admito, pero nunca había estado dentro de una mina, y se trata de probar de todo en este viaje.

Finalmente volvimos a casa con los tres llao llao a salvo y nos dimos un buen baño que extrañamente no tapó ningún caño.

El 31 de enero nos despertamos convencidos de que sería un día desapacible, por lo que después de desayunar Bernardo se fue a pescar más truchas y yo quedé con la compu. Y luego me fui al lago a lavar más ropa.

Pero el sol salió y el viento amainó hacia el mediodía, así que salimos a pasear en el gomón. Llegamos, cruzando la bahía, a unas playitas preciosas. Estaba muy contenta de llegar a tierra firme por los golpes que daba el gomón sobre el lago bastante encrespado. Después enfilamos para casa y yo me puse en otra posición, encaramada en la proa para ver el fondo. La navegación volvía a gustarme, si bien prefiero la calma chicha. Casi atracando, Bernardo propuso seguir por agua hasta la costa donde nos dijeron que también había amonites, así que nos mandamos nomás. Al principio, el fondo negro indicaba grandes profundidades, luego comenzó a verse la arena y las algas, cada vez más cerca del bote. Resulta que toda la parte este por lo menos de este brazo del lago es totalmente pampita. Faltaba bastante para la costa pero tuvimos que levantar el motor y remar… hasta que encallamos. Así que tuvimos que saltar al agua y arrastrar tras nosotros al bote, caminando hasta la costa con el agua por debajo de las rodillas, pero con los chalecos salvavidas bien puestos, no fuera que nos ahogáramos.

La playa resultó ser una gran decepción, llena de grandes piedras de basalto (eso sí brillosas y de diferentes colores). Era muy difícil caminar sobre esas piedrotas y ni un amonite hallé. Bernardo me acompañó un rato pero finalmente prefirió seguirme remando en el bote y probando el ancla que don Mc Giver inventó moldeando a fuego (aprovechando uno de los tantos asados de trucha) un hierro que encontramos al llegar al campamento y cadenas varias, algunas obtenidas del piso a lo largo de diferentes paradas del viaje, al mejor estilo botellero.

Cuando volvíamos, me senté sobre la mochila llena de ropa. Así es muy cómoda la postura, y uno la pasa bomba, por más que le salpiquen las olas, hasta le pedí a Bernardo que acelerara un trecho.

Después, como ya se había hecho costumbre, Bernardo pescó truchas y cenamos truchas y hasta quedaron para el almuerzo (frías, con salsa golf tienen el color y el gusto a cangrejo).

El 1 de febrero otra vez parecía que el viento impediría la navegación, así que nos fuimos por tierra con don jeep hasta un cono de deyección donde Bernardo consideraba que habría amonites, lo cual es totalmente lógico, pues es la acumulación de la erosión de la montaña. Buscamos y encontramos, yo unas pocas impresiones, pero Bernardo unos pedazos enormes de amonite en positivo. Íbamos preocupados porque don jeep no cargaba su batería, y al regresar, confirmamos lo temido: se le rompió el alternador, por lo que ya no lo podríamos usar más: al parecer sólo le esperaba un arrastre de 2200 km.

Pero el tema es que, sobre todo yo, había quedado con la sangre en el ojo por los amonites, pues el cono de deyección termina no en el camino sino 100 metros más abajo, en la playa. Sin don jeep la única forma de llegar era con gomón (y si, somos gente de recursos, recursos agotables por roturas, pero recursos). Con bastante viento pero con una meta que me quitaba todo temor, y además con una nueva disposición de las cosas dentro del bote más un almohadón, que volvían la navegación más cómoda, nos fuimos para la playita. Es un largo trecho navegando, de ida contra el viento y con Bernardo empapándose por las olas.

Una vez que llegamos, el tema era atracar. Se hacía imposible por las piedras en el fondo. El ancla confeccionada por Bernardo funcionaba bien, pero él debió quedarse a sostener el bote con otra soga para que no se fuera contra las piedras llevado por el viento. Yo desembarqué primero. Todavía estaba haciendo equilibrio cuando vi la más fabulosa de las impresiones de amonite que encontré jamás. Extasiada, recorrí la playa tambaleándome sobre las piedras, juntando pedazos de amonite. Me dolían los pies (que además estaban congelados por haberme metido al agua), me dolía la cintura y la espalda toda bajo el peso de las piedras que acarreaba mientras Bernardo se congelaba lo suyo sosteniendo el bote…¡¡Qué maravillosa delicia!! Estaba juntando pedazos de un pasado de hace 100 millones de años…

A la vuelta Bernardo iba haciendo troling, aunque sin suerte, de modo que fue a pescar desde la orilla ni bien tocamos costa y descargamos, mientras yo COCINABA AMASANDO PIZZA Y PAN y guardaba los amonites y los llao llao.

El 2 de febrero me desperté sobresaltada por un sueño digno de Freud. Estaba garuando, nublado, ventoso. No había mucho para hacer. Al final, hacia el mediodía decidimos levantar campamento, justo cuando vino el dueño de la estancia, Muzzio, a ver si tirábamos basura, y se fue re contento con nosotros, después de hablar largo rato…

Esta vez llevamos al gomón tirándolo a mano hasta Manuelita, utilizando las rueditas, con el motor encima, cuesta arriba y todo. Almorzamos, y luego nos dedicamos las tareas de levantada de campamento y aprestamiento para partida, como acomodar los amonites grandes, guardar todo el las bahueleras, entre otras cosas el bote y las sillitas, etc. No llevo tanto, estábamos ya muy prácticos.

Para dejar todo como lo encontramos, quemamos basura, ordenamos todo el campamento y todos los vehículos. Cuando todo estaba listo…Manuelita no arrancó. Y don jeep tampoco tenía la batería suficiente para arrancar a su compañera, aunque sí arrancó como para ir a buscar ayuda. Sin embargo, la ayuda vino a nosotros: justo pasaba la gente que vimos el día anterior, saludándonos. A los gritos salí disparada, corriendo, con Bernardo detrás, en don jeep. Parecíamos dos desesperados, y no era para menos, creo que no había más turistas en el lago de nuestra parte sur.

Con la ayuda –nada fácil porque Manuelita estaba encajada entre varias lengas- logramos arrancar la mole de hojalata. Luego hubo que sacarla (yo creo que jamás hubiera podido) marcha atrás con los árboles a 2 cm, cortando incluso algunas ramas. Salimos. Supongo que si no salíamos no lo hubiéramos lamentado, tanto nos gustaba el lugar. Le dijimos adiós a nuestro lugarcito con pesar e hicimos el trayecto un tanto deprimidos los dos, y con la preocupación de que no teníamos ni un alternador funcionando, de los 3 que llevábamos. Entiendan que todo funciona a batería: las luces de fuera y de dentro, el agua de la ducha, la computadora que implica bajar fotos, escribir, ver películas… estábamos fritos si no lográbamos arreglar aunque sea un alternador, para cargar las baterías. Y en casa habíamos dejado, muerta de risa, una pantalla solar que nos hubiera venido de perlas…





























CAPÍTULO 11

EMPRENDEMOS EL REGRESO.















(“Todo concluye al fin, nada puede escapar

Todo tiene un final, todo termina…”- )















Así llegamos a Alto Río Senguer, justo a tiempo para encontrar un electricista justo a tiempo para que nos dijera que debíamos esperar a la mañana siguiente. Así que allí quedamos, frente a su casa, que queda frente a la gendarmería y un polideportivo, estacionaditos al lado de una alameda y poniéndonos mucho desodorante, porque de baño, nada hasta el día siguiente. Igual hice compras en el supermercado (allí lo llaman aún almacén de ramos generales como a las farmacias las llaman botica), divirtiéndome a lo grande con el personaje que me atendió, un gay muy pueblerino, y con las miradas con la boca abierta de los gauchos, si bien no sé por qué, el pueblo tiene varios hoteles y pasan muchos turistas. Además, me fui al locutorio, pues los celulares de CTI no tienen señal en el pueblo, y hablé largo y tendido con mamá.

El 3 de febrero me desperté plácidamente. Ni recordaba que estaba en medio de la calle de un pueblo, había dormido fenómeno. Bernardo acababa de subir, venía con la noticia de que ya teníamos un alternador arreglado. Cuando terminé de vestirme, teníamos arreglado el segundo… y a poco de terminar el desayuno, estaba listo el tercero. Don Gallardo es un capo en electricidad del automotor. Le encontró la vuelta a todos, incluso al alternador que habían dado de baja en Río Mayo. Como pasa en todos los pueblitos, es amable, charlatán, cuenta historias interesantes (como que pastaba las ovejas en lo que hoy es Pueblo Blondo, y vivía en las casitas de tejuelas de madera a las que yo tanto saqué fotos). También nos ofreció cargar agua en su casa, y se dio cuenta de que a la batería grande le faltaba agua (con un espejito, a lo madrastra de Blancanieves debe ser…). Tardamos un montón en cargar los más de 1000 litros de agua que lleva Manuelita, porque nos la habíamos consumido casi toda. Mientras, Bernardo compraba el agua destilada para la batería y yo finalmente llegaba a disponer del tiempo suficiente como para forrar en parte el cajón de los cubiertos. Era una de las tantas cosas que dejé para hacer en el viaje, de las que no hice nada.

Cuando todo estuvo listo, Gallardo cobró el doble de lo que pedía y aún así era la mitad de lo que hubiéramos gastado en Marcos Paz. Como ya era mediodía, compramos unas empanadas con la intención de parar durante el camino, en la costa del río, que según el mapa corre al lado de la ruta. Bueno, no todo lo que muestran los mapas es exacto, el río estará por allí cerca, pero ni se lo ve, ni se ven accesos. ¡Como para ver algo, con la polvareda que se levantaba en los desvíos de la ruta 56, próximamente asfaltada! Lo que no puedo asegurar es cuál es la definición de próximamente. El último trayecto, ya cercanos a la ruta 20, es de asfalto real, y, con menos traqueteo, comimos las empanadas, sin que nos cayeran mal.

La ruta 20, bastante destruida, empalma con la 40, en esta zona de asfalto y en bastantes buenas condiciones. Daban ganas de seguirla hasta Esquel, pero nos atuvimos a las reglas, y enfilamos por el desvío a San Martín y, nuevamente por ripio, hacia El Molle. Son 54 km que cruzan un cordón montañoso. Al comenzar a transitarlos, aparece la estancia La Subida.¡Qué bien puesto el nombre! Miren que Manuelita ha hecho subidas, pero esta vez venía cargada con el agua, con los llao llao gigantes y con don jeep con amonites además de las 2 ruedas de auxilio. Y el viento le venía de cola, lo cuál no es bueno porque si bien la empuja no la refresca. La cuestión es que por más que se le ponía la primera de fuerza que la hace andar a 3 km por hora sin que sufra el motor, nuestra tortuguita comenzó a recalentar de lo lindo.

Entonces le hicimos la sicológica. No sé si sabrán, las tortugas, además de coquetas (su tocaya se fue a hacer un lifting a París, ¿recuerdan?) tienen eso de que les gusta la aventura. Así que la convencimos que con pequeño esfuercito LEVANTARÌA VUELO. Sin mucha alharaca, Bernardo le desplegó las alitas (o sea el capot doble de adelante).

Y Manuelita subió la montaña con todo su peso y sus alitas desplegadas, pensando en bajar planeando…

La verdad es que el paisaje que se divisaba desde arriba de la cuesta daba como para planeador. Terminado el engaño, las alitas fueron puestas de nuevo en su lugar, pero Manuelita quedó entusiasmada y bajo la montaña, casi casi diría que volando…

Llegados ya a la ruta asfaltada, a partir de Paso del Indio los paisajes de los murallones aunque ya conocidos, volvieron a sorprendernos. Casi no había luz suficiente para fotografiar toda esa maravilla… cuando se hizo evidente de que no podríamos llegarnos hasta el sauzal que nos cobijara en el 2001, decidimos parar en un pequeño desvío a la orilla del camino. La bajada era muy prolija, pero con un codo contra un alambrado que nuestro trencito no pudo sortear. Hubo que desenganchar a don jeep cuando ya estaba con su lanza totalmente torcida. Desenganchado, Bernardo condujo a Manuelita hasta nivelarla y yo a don jeep, pero con las vendas anti-rotura-de-parabrisas puestas, mirando lo que podía verse por la puerta abierta, hasta ponerlo en posición y engancharlo. Después de todo, no fue tan difícil la maniobra.

El hermoso murallón, a medida que fue cayendo la noche fue adquiriendo vida. A los pocos minutos lanzaba aullidos infernales, parecía que escondía cientos de mandriles furiosos. Bernardo estaba preocupado por cómo iríamos a dormir con semejante batahola, pero ni bien se fue el último rayo de sol se hizo el silencio: habían sido aves, suponemos que patos, en un tanto ruidoso aprestamiento para irse a dormir…

Nuestro aprestamiento fue bastante más silencioso, pero incluyó una buena ducha, que de paso, sacó el polvo acumulado en el baño.

A pesar del cansancio volvió el insomnio para mí, o tal vez simplemente no duerma tanto como Bernardo.

El 4 de febrero recorrimos un poco las orillas del río Colorado y después viajamos, viajamos y viajamos. Lentamente, primero hacia el este, con hermosos paisajes del Valle de los Indios, Los Altares y el Valle de los Mártires, y luego hacia el norte. En Trelew intentamos cargar gasoil en la ruta pero no había en ninguna estación de servicio, de modo que tuvimos que pegar la vuelta y entrar en la ciudad. Cuando íbamos saliendo, Bernardo reconoció la casa de Diqui y frenó de golpe. Encontramos y saludamos a Marian, sólo por unos minutos, pero al menos Bernardo vio a su prima después de años. Luego volvimos a la ruta interminable que recorre la estepa interminable. Manuelita hizo su berrinche del día negándose a prender las luces bajas, pero se le pasó casi de inmediato, cuando paramos para comprar los focos que se suponía se habían quemado… y después digan que no tiene personalidad.

La ruta estaba fea, gracias a Dios, si no creo que Bernardo seguía toda la noche, tan embalado estaba. Dormimos en un descanso, al son de una lluvia, lo cuál era de esperarse, ya que estábamos en las cercanías de Sierra Grande. No sé por qué, pero de las 4 veces que pasé por esa ciudad, 3 fueron con lluvia.

El 5 de febrero siguió el avance tenaz hacia el norte. Pasamos el hito del km 1000. En el 999 Bernardo pegó un semejante frenazo: había una mulita muerta en el costado de la ruta, y como somos juntadores de porquerías, la fue a buscar. Un estupendo regalo para Matías, que podrá fabricar un charango. A pesar de que Bernardo jamás probó una, le prohibí terminantemente intentarlo esta vez. Por más fresco que pareciera, el pobre bicho tenía rigor mortis. Así que don jeep se convirtió en carro fúnebre de una mulita.

Pasando Carmen de Patagones, donde realizamos insistentes e infructuosas llamadas para averiguar qué procedimiento a seguir con el caparazón, el cielo desapareció y nos cubrió una nube de polvo coincidiendo con el momento del desvío hacia la Bahía San Blas. Y envueltos en esa tormenta de polvo debíamos hacer los 90 km hasta el destino. Y en medio de esa polvareda infernal nos perdimos y debimos hacer otros 30 km de yapa. Y el viento soplaba como si fuera la última vez que lo haría. Y no se veía absolutamente nada, ni siquiera el serrucho que nos sacudía demencialmente. Fue insoportable para todos, incluso Manuelita comenzó a calentar, y eso que venía fresca como una lechuga todo el anterior trayecto y, con semejante viento, debería haber permanecido así. Estábamos totalmente desesperanzados, hartos del viento que no debería soplar tanto en la provincia de Buenos Aires cuando el camino empalmó con la parte del mismo que viene del norte y se hizo más ancho y de buen ripio, por lo que al menos dejamos de sacudirnos. Al fin llegamos. El lugar es en realidad una isla a la que se accede por medio de un puente. Un pueblito costero bastante pintoresco, pero no lo suficiente como para justificar semejante viaje. Y las playas de grava, apenas visibles en la polvareda tampoco me dieron muy buena impresión. Dado que no había nada interesante fuera, me dediqué a hacer algo por mi adentro de Manuelita. Me teñí el cabello, mis sienes estaban ya súper plateadas. Cuando estaba toda embadurnada con la tintura, Bernardo, que estaba limpiando el caparazón (la mulita fue a alimentar los peces que luego pensaba pescar) decidió desenganchar y mover a don jeep. No llegó a desplazarlo más que 2 metros. El jeep se hundió en la piedra suelta al lado de Manuelita. Insospechado. Con suerte, porque de haber sido Manuelita no nos sacaba nadie. Estábamos al borde de la “grava movediza”. Después de varios intentos infructuosos, la única forma de rescatar a don jeep fue tirándolo, encadenado a Manuelita. Luego nos fijamos muy bien donde dejábamos los dos vehículos, la grava firme de la suelta casi no se distinguían.

Resulta que después de tanto preocuparnos por la comunicación por el camino, San Blas tiene señal de celular. Fue evidente cuando nos llamó Eduardo, proponiéndonos encontrarnos en Villa Ventana, lugar donde no pensábamos ir, pero ya que estaba, era una buena forma de terminar el periplo, con amigos del alma.

A la noche, aprovechamos la cercanía de la civilización para comprar rabas y helado. La luna también asomó un poquito entre las nubes, para iluminar al mar frente a Manuelita, dándonos un espectáculo maravilloso por un ratito, porque luego los cielos se cerraron y llovió toda la noche.

El 6 de febrero amaneció con lluvia. Y después llovió. Y luego continuó la lluvia con mal tiempo, ventoso, lluvioso, nublado…asqueroso. Con temporal y todo intentamos recorrer el lugar buscando algún sitio agradable. Tal vez no lo vimos porque estaba escondido por las nubes. Les digo que ni siquiera el aroma al mar llegaba a 2 metros de la orilla, aún me pregunto si porque el vendaval se lo llevaba o porque el agua no tiene salitre. Visitamos la ría donde se permite la navegación con botes más pequeños, como nuestro gomón. Tenía semejante marejada, marco ideal para la tenebrosa escultura de ahogados que estaba introducida en sus aguas, como parte de la decoración de la iglesia croata, el otro lugar a donde el viento nos llevó. Unos sádicos estos franciscanos croatas, así recuerdan a los caídos en Malvinas, supongo que por el Gral. Belgrano… Pero si se entra en su biblioteca, lo primero que se ve es al cuadro de la Virgen de Brezje, patrona de Eslovenia.

Como la cosa no daba para más, nos fuimos hacia la tardecita en plena lluvia, y terminamos durmiendo en una estación de servicio pasando Pedro Luro, después de comer milanesas, cosa que no probaba hacía un mes.

El 7 de febrero, arrancamos nuevamente el camino. Manuelita iba a marcha pareja de 80km/h, sin la menor queja. Fue recién acercándonos a Tornquist que se le despertó un extraño ruido en la rueda trasera y luego un zumbido. Paramos a investigar justo frente a la Papelera del Sur, tapada ahora por los que alguna vez fueron pinitos pequeños y que yo podía recordar. Esta vez habíamos perdido un pedazo –como lo leen, un pedazo bastante grande- de una de las gomas de las duales traseras. Bernardo atribuyó el zumbido a lo mismo, aunque yo estaba convencida de que Manuelita seguía empecinada en levantar vuelo o al menos soñaba despierta con hacerlo (el ruido era igual al de un avión despegando). Sin poder concretar el despegue, continuó con los pies –perdón, las gomas- en la tierra hasta su destino.

Y doy aquí por terminado el relato, porque si bien el reencuentro con Paula y Eduardo fue maravilloso y lo disfrutamos como siempre que podemos reunirnos, ya no puedo decir que forma parte del viaje.

La Patagonia había quedado atrás.

Fue un viaje hacia el viento. Un viento externo un tanto molesto, pero que se hizo parte de lo cotidiano por el lapso de un mes. Y mientras aquel aullaba fuera, un viento interno, incisivo, que erosionó, pulió y mimó mi alma y cuyos efectos espero permanezcan por el lapso de toda mi vida.



Andrejka Kelc

Marcos Paz, 10 de febrero de 2009.


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